VELAS AL SOL
Por fin estaban los tres amigos ¿He dicho amigos? Perdón, mejor empezar diciendo:
Por fin estaban los tres hombres ante la gran posibilidad de cambiar sus vidas para siempre. Sus nombres no los sabemos, pero conocemos sus apodos:
"Rompeolas" era uno de ellos. Se había ganado el nombre a base de hacer surf en su juventud y aunque las ganas de romper olas no las había perdido, ahora quería jugar a ser rico. Fue el que tuvo la idea que da principio a esta historia.
"Cebra" era diferente. Se le conocía así por haber estado más de media vida en la prisión y porque al estar fuera de ella, se vestía igual, con rayas, decía que sin ellas no se veía.
"Bombón de licor" era negro, y más bebedor que una cuba, aunque nunca se le había visto borracho. Era el más fuerte de los tres, y quizás también el más tonto.
El caso es que se habían pasado varios meses estudiando libros antiguos, rastreando mapas, informándose sobre leyendas, descartando tesoros, y eso que no eran de letras. De leer sabían justito, pero como pudieron se las apañaron.
Entre las frías aguas estaba escondido un gran cargamento de monedas de oro devoradas hacía años por aquel mar de hambre insaciable y de fuerza inconmensurable.
En un barco alquilado cargaron todos los enseres necesarios para estar varios días por las inmediaciones marcadas con un círculo en el mapa.
Bombón llevaba el timón siguiendo las indicaciones que Rompeolas le daba. Rompeolas y Cebra se sumergían una y otra vez en aquellas húmedas y heladas aguas plagadas de misterios de las que sólo las profundidades saben.
Después de tres días de buscar y no encontrar, de sumergirse un poquito más allá, de casi perder las esperanzas de regresar con un buen cargamento de oro, lo encontraron. Brillaban los ojos de los tres hombres, brillaban más que el trigo al Sol. A cada inmersión, más oro en el barco. A cada subida más posibles sueños por realizar.
Subió a bordo Cebra mientras sumergido estaba Rompeolas.
-Un viajecito más y ya lo tendremos todo Bombón, vamos a ser ricos. Pásame la botella que lo voy a empezar a celebrar.- Aprovechando que el negro no le miraba, sacó de sus pertenencias una sustancia envenenada que introdujo en el líquido.- Hasta luego Bomboncito le dijo mientras se sumergía por última vez. Rompeolas salió del agua cargado de oro.
-Prepárate para zarpar, me queda un viaje y nos vamos de aquí cagando leches que si nos descubren, nos quedamos sin pastel.- Volvió a desaparecer.
Bombón sacó de su mochila una pistola. Estaba dispuesto a todo para quedarse con más parte del botín, la cargó sin ningún remordimiento.
Apareció contento Cebra, depositó en el barco su carga y cuando iba a subir a la embarcación notó que algo le estalló en la cabeza. Cayó al agua tiñéndola de rojo y sabiéndose más comida de peces que conquistador de sus propios sueños.
En el último momento a Bombón le supo mal matar también a Rompeolas, no le caía del todo mal, y gracias a él, ahora era un hombre rico. No lo mató, tiró por la borda un salvavidas y lo abandonó a su suerte. Puso en marcha el motor y partió sin mirar atrás, apáñatelas si puedes y sino que más me da.
Quiso celebrar con su buena amiga la bebida, su suerte, y esta causó su muerte.
Quedó el barco a la deriva y lleno de oro su vientre.
Rompeolas vio partir a Bombón y lo maldijo sin saber que moriría envenenado.
Se aferró al salvavidas atándose a su alrededor la bolsa que contenía el oro de su última inmersión.
En las mismas aguas, no muy lejos de los hechos antes narrados, viajaban hombres y mujeres, niños ya nacidos y otros por nacer, en una embarcación que flotaba de milagro a base de los rezos que sus tripulantes murmuraban entre dientes.
A cada metro ganado de la ansiada libertad, más quejidos de la barca haciéndoles temblar. Temblaban por su pasado, temblaban también por su presente pues casi no se alimentaban y ya no les quedaba agua para acallar su sed. Temblaban por un futuro que sobre maderas podridas se balanceaba ahora sí, luego quizás. Maderas que no olían a tal sino a desagradables olores que herían sensibilidades.
A lo lejos divisaron un punto, pero no era tierra, era mar, aún así hacia allí se dirigieron, no se veía nada más. Velas al Sol, para que os queremos, llevarnos hasta ese lugar.
Creyeron ver alucinaciones. Delante de ellos bailaba un barco, y bailaba sin gobernar justo entonces el suyo se partió en mil pedazos y de barco pasó a ser retales de madera que casi ni servían para flotar.
La avaricia de tres despiadados les salvó de morir ahogados. Si el barco no se les hubiese cruzado en sus vidas, serían historias muertas de gentes sin vejez.
Les sorprendió ver en su interior a un hombre muerto y muy bien alimentado, lo tiraron por la borda, pero aún la sorpresa sería mayor al encontrar debajo del cadáver las monedas de oro. Las repartieron entre todos, aunque casi no tenían nada, para poderlas guardar.
Con motor mapas y brújula, navegar era otra cosa y pusieron rumbo a la costa esperando ver nacer un nuevo milagro.
Los guardacostas encontraron a Rompeolas casi más muerto que vivo. Éste les explicó lo del oro y les dio tanta pena que no le quitaron ni una de las monedas que le encontraron atadas a su maltrecho cuerpo.
Esperaron la llegada de la noche. Estaban lo suficientemente cerca de la costa para saber que estaba allí y lo suficientemente lejos de ella para que no los viesen venir, pero lo que ellos no sabían era que los guardacostas estaban avisados, y el oro no hace amigos, precisamente.
Cuando casi podían tocar con sus dedos tierra firme, cuando sus sueños estaban a punto de cumplirse, les hicieron despertar unas enormes luces que les iluminaron su triste realidad.
Los guardacostas se sorprendieron al encontrar la embarcación llena de gente, pero cómo sabían lo del oro, no les importó trabajar algo más. El preciado metal fue a parar a sus bolsillos.
Salim saltó justo antes de que los focos llenasen sus corazones de oscuridad.
Nadie se dio cuenta. Él nada podía hacer por los otros salvo con sus lágrimas hacer más poderoso el mar.
Salió unos cientos de metros más allá.
Temblando de frío y de miedo se aferró a unas rocas que le desgarraban piel y ropa, pero eso a él que más le daba. Pisaba tierra firme, tierra que prometía futuro.
Miró desde la lejanía la negra suerte de sus compañeros y quiso enterrar su dolor en aquella playa para poder seguir viviendo. Vio cómo les quitaban el oro, cómo les atendían y apartó la mirada, la suerte ya estaba echada.
Se escondió donde pudo y se durmió abrazado a unas cuantas monedas de oro acuñando en ellas sus sueños de futuro.
Le sobresaltó la voz de alguien y le sorprendió el entenderlo, su piel ¿también era negra o era un ángel y estaba durmiendo? Soñando tal vez en que alguien le tendiese una mano amiga. Lo ayudó a ponerse en pie y le llevó a su casa donde le dio ropas nuevas, comida caliente y agua potable. Después durmió durante casi todo el día. Al despertarse, vio entre los pocos enseres de su nuevo amigo, un par de velas y le pidió permiso para encenderlas.
-¿Por qué las enciendes, Salim, si es de día?
Una es para la Luna, para agradecerle que durante la noche no me delatase. La otra es para el Sol, para que me muestre el camino que a partir de mañana debo seguir.
Quiso Salim pagar a su salvador con monedas de oro, diciéndole que serían para los dos y allí se quedó a vivir con su nuevo amigo y un quien sabe qué porvenir.
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Quiero dar las gracias por el pulido del texto a:
CLARALUZ
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