Final de finales (Prosa)
Más de mil veces había soportado los inclementes y perspicaces embates retóricos del señor Bloom: en casa propia o ajena; en una salida al campo o en una reunión de café; en la costa y en la caseta de Toronjas, en la posada de Córdoba, en la cabaña de Los Andes... Nuestro héroe era un hombre sensible que no podía responder a una burla encubierta -no era su estilo-, entonces cambiaba de tema fingiendo no entender la evidente ironía o el insulto de dos caras. No era su estilo desgarrar el aguijón de la laboriosa abeja... nunca hasta después de probar su miel.
Hay que entender que dichos silencios no se correspondían con su manera de caminar, decidida como una flecha; avanzando entre la multitud de esa fiesta de alcurnia se lo vio aquella noche, saludando con gestos complacientes y el martini en su diestra, la sonrisa amplia, el empresario exitoso y sociable, los besos, las caricias furtivas, el baile, el gran salón lleno, el lujo en una noche lujosa de estrellas casi púrpuras. Salió al jardín para verlas, se sentó en el césped:
-¿Y en qué grandiosos negocios anda mí querido Bjork Bailey esta noche? -dijo la señora Carver, que apareció detrás de Bjork como una figura espectral.
-¿Qué importan los negocios, señora Carver, si no se alcanzan a ver estas estrellas? -dijo Bjork Bailey, inmutado ante la majestuosidad de ese cielo.
-Importan mi querido Bjork, y lo sé muy bien...
-¿A qué te refieres?...
-Tu sabes muy bien a lo que me refiero, querido. -dijo la señora Carver, pero cuando Bjork Bailey volvió la vista ya no había nadie.
Caminó y atravesó el jardín hasta llegar a una casa que parecía clausurada hacía muchos años. Ese era el lugar que Reynolds había preparado. El rifle lo esperaba apoyado detrás de la puerta, como un soldado fiel y paciente, al cual las manos de Bjork Bailey le sentaban como un sillón de espuma.
Dentro del salón, el jolgorio se había desatado. La incansable melodía del piano elevó su poder y ascendió de la mano con el alcohol de las copas, repartidas por doquier se las veían, de boca en boca y de sonrisa en sonrisa. Detrás de las figuras del baile, se lo veía al señor Bloom sentado y coqueteando socarronamente junto a una señorita de piel morena, cuyos encantos hicieron decidirle que aquella noche esa sería su dama, su amante y su acompañante, aunque no durase más que una noche, y al amanecer ya no la viera.
Bjork Bailey sacó la llave y crujió la cerradura. En la penumbra de ese claustro subió las escaleras hasta el altillo, tomó el rifle y sacó un pequeño trozo de madera de la pared, la hendija que quedaba era minúscula y del todo desapercibida. Se recostó sobre una lona. Reynolds la había dejado junto a una nota que decía:
"Harold Bloom, 22:15"
Bjork Bailey sonrió. Y sonrió con buenos motivos. Era una sorpresa tener que matar al verdugo de su fingida timidez en el círculo de los negocios. Después de todo, había pensado en matarlo alguna vez y quedarse con parte del seguro. Pero igualmente no se arrepentía de aceptar el trabajo de Reynolds. "Con todo gusto -se dijo-". Una larga sonrisa esperaba la hora anunciada.
Cuando los altoparlantes llamaron al palco a Harold Bloom, Bjork Bailey cargó el rifle y enfiló la mira hacia el gran ventanal. La gruesa espalda de Harold Bloom, su pelada y las gotas de su enfebrecido sudor ante el discurso: todo en la lente de cuatro puntos. Pero cuando jaló el gatillo, la casa abandonada voló por los aires. La más recóndita telaraña del gran salón se estremeció, y el público rompió en pánico y se echó a correr, tropezándose unos con otros.
"Sólo un estorbo”, dijo la señora Carver, y pitó su largo cigarrillo, mientras Harold Bloom se dejaba acomodar la corbata por la hermosa morena.
Reynolds se limpió un grumo de espesa salsa roja sobre su bigote y esperó, perezosamente, la cita en el despacho de Bloom.
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