Siempre callé. (Prosa)
Nunca le reproché en qué había convertido mi vida, ni lo que había destruido en mí; tampoco le dije lo que su presencia me producía. No me atrevía a herirlo, pero en realidad era un estorbo, como el zumbido de una abeja en mis oídos o un grumo de polvo en los ojos, lastimándome.
Me tenía apresada en la telaraña urdida por su enfermiza necesidad de poseerme y de la que me costaba evadirme, pero aún así, callaba. No tenía voluntad para herirlo ni tenía fuerzas para gritarle lo que él me hería a mí. Era como una mosca atrapada entre sus hilos, esperando ser devorada.
A veces pasaba horas desgranando melodías inconclusas en el viejo piano, mi amigo fiel, que me ayudaba a huir de la opresión en la que me encontraba inmersa. De las melodías robaba las notas que podían abrir la jaula de ese amor malsano y elevarme hacia la libertad, soñando que mi vida era distinta, que era lo que en un momento, un breve momento de mi juventud había anhelado. Ilusa de mí.
El piano y un añoso nogal que escuchaba mis lamentos con su comprensión muda, eran mis únicos amigos, mi único consuelo.
Él lo supo y no lo soportó, me quería íntegramente suya en cuerpo y pensamiento, no aceptaba compartirme. Por eso me negó la maternidad y por eso un día vendió el piano. Temí por el nogal y dejé de visitarlo, lo miraba desde la ventana mientras la angustia me abrumaba. El árbol extendía sus ramas tratando de alcanzarme en una caricia fallida, percibía su sufrimiento por mi abandono. Pero aún así, callé.
Nunca me atreví a decirle nada, ni siquiera cuando elegí su más fina corbata, para colgarme del nogal que más que nunca sentí mi amigo, mientras mis ojos buscaban en el cielo la estrella que me llevaría finalmente a la libertad. |