El pasillo era húmedo, casi oscuro, frío, sólo se escuchaban el ruido de los torpes tacones de botas cargadas de lodo y estiércol, como una marcha lenta de los ángeles de la muerte; el tiempo parecía caer retardadamente, paso a paso.
-“Tengo un fusil remontado en el corazón!” –se decía la princesa con los ojos entrecerrados, mientras caminaba cubierta por una mísera túnica sucia y raída, con los pies descalzos y las manos atadas a la espalda. Quedaba atrás la vida cómoda de los palacios, los baños en leche de oveja, los sirvientes, los paseos por los floridos jardines de las afuera del palacete.
La custodiaban hombrezuelos, salidos de la más baja plebe, hechos, ahora, milicianos, revolucionarios de ley. Brutos, burdos y bruscos, la llevaban casi a los empujones, a veces arrastrándola, haciéndole sentir su indefensión, su impotencia ante lo inevitable y ellos se sentían eso: duros, trágicos e inevitables. Tratando de humillarla cuantas veces más se pudiese, intento inútil ante tanta dignidad. Mujer de hierro, Zarina, hembra, leona al acecho, mujer corazón de pan y golondrinas, mujer de pájaros en el alma.
Nunca tuvo principado, ni sus padres Zares ni Reyes fueron, pero así se sentía ser; así, después de haber respondido a su más pura naturaleza. Inevitablemente había y se había traicionado en su amor de origami. Fue leal a si misma, pero a quien decía amar, hasta lo escupió por la espalda. Una princesa en desgracia se sentía.
-“Tengo un fusil remontado en el corazón, qué sensación de poder, que ni la muerte para las ideas” –iba repitiéndose. Cronos jugaba como de costumbre, deteniéndose de tanto en tanto, a pesar que deseaba ir más a prisa, no podía, todo parecía impedírselo, los custodios, la eterna distancia de ese, ya, pequeño pasillo. Se escuchaba afuera la turba, la multitud ansiosa , muy impaciente, deseosa de ver correr sangre. El verdugo alistaba su hacha afilándola con una piedra curva, curiosamente negra, vaya a saber su por qué.
Ella quería que esto acabara pronto, no sabía hasta cuando podía mantener su frente en alto, su dignidad, su linaje, para lo que ella había sido siempre preparada, el brillo de su orgullo. Pero en su más profunda intimidad, estaba asustada, terriblemente asustada; desde lo más adentro, desde el fondo, deseaba que apareciera su príncipe, azul, amarillo o del color que quieras, y en su pegasus blanco de enormes alas la rescatase y la llevara por el aire al castillo encantado, previo haber matado a todos los malos, para olvidar este mal trance y creer que sólo era una pesadilla.
La tarde caía gris, como tormentosa; desde arriba, afuera, se podía ver pasar los autos con las ventanillas abiertas y a los transeúntes con camisas o remeras de mangas cortas, acusando así, un ambiente pesado, de incipiente humedad, de esos previos a las despiadadas tormentas de verano.
Lágrimas no le caían, pero en el pecho algo se le estrujaba, como una angustia que asfixia. Entre los mensajes de texto que mandó desde su celular, el que le mandó a su perro fiel Sorayo, decía: -escribime un cuento de princesas y castillos, de esos enormes y encantados, con unicornios y hadas y donde el príncipe, ¡no!, el más bello de todos los príncipes, me salva y ajusticia a todos los que me hacen daño, los feos ogros, los malos. –Sorayo escribía por no saber ladrar. No mucho después, minutos nada más, mandó el siguiente, también a Sorayo: -no, mata al príncipe y pone en su lugar a mi amor de origami y al otro que lo ajusticie como a los malos.-
-“Tengo el fusil remontado... –y nada más alcanzó a murmurar. Su cabeza, por fin rodó por la tarima del espeluznante escenario. El público enloqueció vitoreando al verdugo. Se había hecho justicia, justicia popular. Con la princesa decapitada, la sangre azul, la pureza, la estirpe, la nobleza, el linaje, otra vez regaba con sangre la tétrica tarima, en otro de los tantos actos de la obra maestra: La revolución Rusa. Pero a pesar de ello, la cabeza de la damisela, ex zarina, ex princesa, se pesó en orifrés y la cuantía se repartió entre los miserables.
Caminó con un puñado de sedantes y tranquilizantes en una mano y en la otra un vaso lleno de wisky hasta el borde de la ventana, parecía no tener más deseos de seguir. Abrió una de las hojas, apenas se asomó, como para verificar los ocho pisos que la separaban del asfalto y en donde pondría fin a su tragedia. Una brisa suave y húmeda le acaricio el rostro, ya se sentía algo mareada, quizás la bebida. Sintió que las piernas no le respondían o muy poco, pero le alcanzó para girar sobre si misma y echar una mirada, una contundente mirada al departamento, como si fuera a ser la última vez que lo iba a hacer y caviló. Un poco de viento que entró por la ventana abierta, le encimó la cabellera sobre su cara. Como te decía, caviló, pero nada; pero nada más que eso, caviló y así cavilando de espalda cerró la ventana que la despeinaba, fue hasta el baño, tiró las pastillas al inodoro, después se fue al cuarto y se tiró en la cama, tomó su celular y: -hola Ra, ¿qué estás haciendo?, ¿podés venir?.. me siento muy sola...-
Muerta la princesa, vive la rea, pensaba. Mientras lo esperaba, se masturbó ansiosa y desprolijamente imaginando.
Otra vez, como en todas las historias de amor a la distancia, el suyo de origami, lo olvidó a causa de su naturaleza bestial.
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