Llora la luz con melancolía y tristeza por entre los vidrios opacos y sucios de una ventana que se aburre en medio de uno de los muros. La mesa en el centro del cuarto, la silla y él sentado. La puerta con llave por dentro apenas se distingue del muro que la contiene, hay profundas huellas de tiempo y descuido. Una manta rahída trata de tapar los despojos de un catre silencioso, que a duras penas cubre los ladrillos expuestos de otro de los muros. En uno de los rincones, el menos agitado, un lavatorio es apenas visible, pero se sabe que está por el persistente y monótono goteo de una canilla antigua y gastada, que cuaja el silencio compacto del aire. En el muro que queda, cortando la atmósfera, sin recuerdos de pintura, con rastros frescos de una mancha de vino donde el vaso se estrelló, en el cenit, una foto de ella, impecable.
El piso sostiene un corcho, las míseras sombras, polvo, patas de silla, mesa y catre, trozos de vidrio de lo que fue un vaso, apestosos calcetines, zapatos rotosos y desperdigados, dos pies con las uñas sucias, ceniza y un pequeño charco donde hacen ondas las espesas gotas rojas que gotea la mesa.
Alborotadas, intranquilas, nerviosas, por la casi oscuridad de los zócalos, las ratas se mueven en una impaciente espera.
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