En un reino lejano vivía un enano. Se llamaba Julio, aunque nació en Agosto.
Julio desde niño siempre había anhelado trabajar como verdugo, pero era un sueño imposible: en este país a la gente se la ahorcaba, y Julio se veía incapaz de colocarle la soga alrededor del cuello a nadie que no estuviese tumbado.
Lloraba y lloraba Julio amargas lágrimas, y tenia que soportar además el recochineo de su vecinos, que, para zaherirle aun mas, le habían puesto el sobrenombre de Julio”Mediapierna”, aludiendo a la altura hasta donde llegaba Julio a cualquier persona.
Un día, sin embargo, Julio soñó algo muy extraño: soñó que corría por un campo de amapolas, y que con cada paso que daba, del suelo emergía un salmón dorado. Miró a sus manos, que no eran manos sino calabacines, y pensó que la vida era demasiado corta como para andarse con tonterías. Se despertó sobresaltado, y decidió agarrar la vida por las riendas, y hacer realidad su deseo de ser verdugo.
Sin embargo, volvió a dormirse y se levantó tardísimo.



La mujer del leñador recién había terminado de matar a su marido cuando se le quemó la comida. Había preparado cocido, con sus garbanzos, su pollo, su chorizo, su morcilla y su puntita de jamón. Ternera no tenia, pero con un poco de verdura también obtendría un buen sabor. Le añadió patatas, y zanahorias, menta y cebollino. Aunque el cocido no lo lleva, le añadió un tomate muy maduro, casi a punto de pasarse, y media cebolla. Lástima no tener judías verdes, porque cociditas en el caldo del cocido están estupendas. Lo había puesto al fuego y se había olvidado de añadirle agua de vez en cuando.
Ahora el cocido estaba inservible
Y ya nadie podría evitarlo.
Ya era irreversible.
Enfadada y maldiciendo, siguió enterrando a su difunto.



Rayaban canas en las sienes del buhonero cuando se enamoró de una chiquilla de 16 años recién cumplidos. Toda su vida en un de aquí para allá, y ahora a la vejez viruelas. Y no es que el buhonero no supiese lo que es el amor, que siempre había sido de cola mas inquieta que un diablo, pero es que fue ver a la chiquilla y helarse. Se la encontró en un vado. “Perdone, buhonero, ¿nos ayuda a pasar el rio?”, le pidió la madre.
A la madre la pasó en las espaldas, y notó que se apretaba.
A la hija la pasó en brazos, y notó que temblaba.
Cuando se iba, la madre dijo “adios” y le guiñó un ojo disimulando.
Y la hija sonrió, se ruborizó y bajó la mirada.
Y el buhonero sintió un volcán.
(y es que hay rubores que matan…).



Para el galgo de Lucas, la vida era correr. No había nada más en el mundo que correr. Perseguir la presa. Notar el mundo girar bajo sus patas, la arena volar a tu espalda. Galopar, girar, revolverse, y volver a correr. A veces dejaba a la libre un poquito mas de ventaja, volvía a apretar hasta casi morder sus patas traseras, y luego bajaba el ritmo para dejarla correr un poco mas. La vida para él era correr.
Cuando fue viejo, Lucas lo colgó de un árbol.
Esa noche una persistente estrella fugaz recorrió el cielo de un lado a otro.