Cuando Ana Narváez salió de su casa, lo primero que vio fue a su perro jugueteando en el barro del jardín con el cuerpo sin vida de Cachiflí, el gato de su vecina y mayor enemiga. Era sábado, día de hacer mercado, y las primeras luces la dejaron observar aquél amasijo desaliñado que Virgilio olfateaba y removía de un lado a otro. Hizo cuentas al distinguirlo y, tras un rápido vistazo a los lados, llevó adentro el cadáver disimulándolo en la bata que vestía.
Al constatar la rigidez de los restos embarrados, el frío de su vientre y advertir su pelaje marchito, tan lejos de su prístino albo impecable, pudo sentir el peso del tropel que se avecinaba. De llegar a enterarse, la bruja del lado era capaz de cualquier cosa, y saberlo, hizo que temiera por la suerte de Virgilio, su noble labrador, tan viejo como manso, que aunque ya no estaba para esos trotes, desafió la costumbre cual loro viejo que da la pata.
Ana Narváez sabía que, tal como estaban las cosas, contar la verdad de lo sucedido no sería una opción cómoda para ella. Por tal, lo primero en que pensó fue en deshacerse de los restos, abandonándolos en cualquier parte, pero al final no quiso correr el riesgo de ser vista. Por un instante, enterrarlo en su propio patio fue la salida, pero la sola posibilidad de que la vecina hiciera de vidente y lo encontrase en sus dominios, como lo haría toda bruja que se respete, hizo que la desechara. Quemarlo con las hojas secas que caían del mango, aunque era un método seguro, superaba los límites de su capacidad para administrar crueldad, por mucho que fuera la mascota de quién se ganaba con facilidad sus tirrias. No había resolución que le acomodara y sólo decidió hacer algo tras escuchar el patinar del cerrojo en la puerta trasera de la casa contigua. Todos los días ocurría: la sobrina de la bruja, quién se levantaba primero, abría la puerta y se disponía hacer el café antes que su tía resucitara. Apresurada entonces, tomó un jabón, champú, acondicionador y colocó el cadáver en el lavadero.
Aquella era una enemistad criada con diligencia por años, desde que ellas junto a una gavilla de invasores poblaron a la fuerza lo que después se convertiría en el barrio actual. Fue pique a primera vista. Surgió sin existir algún motivo reconocible en forma clara, sin ningún detonante inicial, sin más justificación que la antipatía inmediata. Para la vecina, Ana Narváez siempre fue una zorra indigna de su amistad por que tenía tres hijos de tres maridos, «De cada perro un cachorro»; y para esta, la vecina tenía nariz de puñal, ojos grises y risa chillona, todo de bruja, además vendía unos abalorios raros que se lo confirmaban. «Es una bruja con quién es mejor no tratar».
Aunque en realidad una fue viuda tres veces y vendía cervezas en su casa para que sus tres hijos estudiaran, y la otra era una soltera por convencimiento dedicada hacer collares de semillas medicinales para hipertensos, la una siempre fue para la otra lo que resolvieron desde el principio: una puta, la otra bruja.
Que se tenga noticia, no había existido vínculo alguno entre ellas, descontado alguna vez, cuando a través de terceros aunaron esfuerzos y un pequeño capital para construir el muro que separa los patios de ambas. Con eso se evitaron la extraña sensación de tropezarse las miradas mientras colgaban la ropa o mientras barrían el patio, además de evitar el paso libre del perro hacia donde la vecina y del gato a los predios de Ana Narváez, quién solía afirmar, convencida, que el gato era el animal que mejor le acomodaba a la bruja porque era marrullero, ingrato y capaz de bañarse con la lengua como la dueña. La vecina, que a su vez no se quedaba atrás en conclusiones del mismo calibre, aseguraba que las cosas se parecen a sus dueños y que como su enemiga tenía los mismos hábitos de una perra callejera en calor, no podía tener otra mascota.
Pues bien, el día que murió Cachiflí todo cambió. Después de bañarlo con agua abundante, champú y acondicionador Ana Narváez decidió que, además de limpiarlo, debía devolverle el brillo de la vida acicalándolo como para una fiesta de gala. Y así fue. Con maña y unas gotas limpió sus ojos, con laca acomodó su bigote, lo perfumó, y al peinarlo con el auspicio del secador, Cachiflí, poco a poco, recuperó su aspecto algodonoso del que tanto presumía la vecina. Cuando terminó el cepillado y algunos cortes, lo inspeccionó entrecerrando un ojo a la distancia que daban sus brazos, como un joyero examina una sortija, y la idea del detalle maestro que faltaba sobrevino como una chispa jocosa en medio de la tensión. Aunque lo pensó un poco, por la dosis de burla que contenía tal propósito, al final, emocionada por esta misma razón, buscó entre sus disfraces de carnaval un corbatín rojo, se lo puso y lo sentó sobre un cojín que encontró en los chécheres viejos.
Cuidando vencer con disimulo la dureza de la muerte, instaló el gato sobre la almohadilla en una posición tan delicada que de inmediato reapareció su postura refinada, estaba más elegante que nunca. Lo puso en la mesa mientras se vestía para salir a mercar, lo miró con el corbatín otra vez y no pudo evitar que se le escapara una sonrisa «Parece de almanaque». Minutos después, se encaminaba al centro a hacer mercado, pero antes, con sigilo y a tiempo de no ser vista, colocó el arreglo en la terraza de la casa vecina, en frente de la puerta principal.
La vecina, un poco más tarde de lo acostumbrado, abrió la puerta que daba a la calle después de tomar el café que la sobrina había preparado. Al verlo así, regio, sentado cómodamente en un cojín perlado de la realeza felina, con esa mirada vívida y vestido de corbatín rojo, el pánico la embistió con su aliento fatídico hasta erizarla toda. Como si hubiese visto a la mismísima bestia de las seis cabezas, hubo de espabilar dilatando los ojos al límite, como dos huevos estrellados. El horror hizo que su grito se ahogara sin siquiera nacer y el mundo se fue disipando a fuego lento. De un estado líquido y plomizo la realidad pasó a uno gaseosa oscuridad total.
Al mediodía Ana Narváez apareció en la esquina. Caminaba con una bolsa en cada mano cuando avistó al gentío que se agolpaba en la casa del lado. Al llegar, detuvo el paso y las caras no le anunciaron nada bueno.
—¿Qué pasó? —preguntó susurrando a Eugenio, el tendero.
—La vecina. Se murió esta mañana. —respondió para que nadie escuchara.
—¿Y eso?, ¿qué le pasó?—dejó caer las bolsas.
—Al parecer un infarto. La sobrina dice que se les apareció el gato que habían enterrado a medianoche.
—¿Cómo…?
—Si. Ella dice que el Cachiflí, así se llamaba, había estado agonizando desde ayer en la tarde. Parece que se envenenó. Mire — dijo señalando el jardín— allá lo enterraron cuando murió, donde está la tierra movida. La sobrina está mirando lejos, atembada del susto. A según, cuando salieron esta mañana estaba allí, vivito y coleando, que ella misma lo vio, vestido de corbatín rojo y sentado en un cojín. Qué vaina tan rara, ¿cierto?
—Si. Raro. —contestó con una tonelada más en la conciencia.
—Y lo peor no es eso. Lo peor es que el gato desapareció. Un rato después solo estaba el cojín…
No dijo una palabra. Ana Narváez entró a su casa, tiró las bolsas en la cocina, y salió al patio por inercia. Siempre ha pensado que el demonio anduvo por ahí ese día: Virgilio, su perro, estaba allí jugueteando en el barro del patio con el cuerpo sin vida de Cachiflí, el gato de la que fue su vecina y mayor enemiga.
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