ESTÁTICO
Habían pasado “horas” desde mi última comida, pero me parecían días, semanas, años. Encerrado en aquella habitación sin más entretenimiento que una bicicleta estática. Me acaricié cada diente o muela con la lengua. Pero estaba limpió, ni una miga, ni un trozo de lechuga. Nada.
Con la uña me raspé la lengua y sólo obtuve un residuo blanco que me dio náusea. Pensé en Papillon y tuve miedo de terminar comiéndome esa masa blanca de mi lengua. ¡Y todo por una simple mandarina fuera de hora! Faltaba una semana para salir del campamento y mis compañeros bajaban rápido; doce, catorce kilos. Yo, dos kilos y cien gramos. Una pesadilla.
Ahora estaba en cautiverio. Sólo tres comidas al día. Aunque si me pongo en plan positivo veo que por lo menos no tengo que escuchar el sermón de la vida sana: “El ejercicio es tú mejor amigo, nadar es saludable, caminar es saludable, correr, masticar cien veces antes de tragar… y todo sin un mísero libro o película, al parecer eso no era saludable… “el único “fin” de leer o ver la tele es que caigas en la trampa del sedentario” decían los monitores.
Me dolía la cabeza. Pensé en mis padres, en los candados que ponían en la nevera, en el teléfono para que no pudiese pedir pizza. Y me di cuenta de que aquello era igual, mirase donde mirase no tenía “libertad”.
Un minuto, dos, quizás tres días, ya no medía el tiempo con lógica. Me encaramé sobre la bicicleta y comencé a pedalear. No iba a ninguna parte, me prometí soltar al hámster en cuanto llegara a casa. Cerré los ojos, iba por la avenida de los cipreses, el aire golpeaba mi cara. Aparqué y pedí un zumo, volví a la bicicleta, crucé a la derecha, había un restaurante…
De pronto escuché como alguien arrastraba los pies por el pasillo que conducía a mi habitación. Se abrió la ventana superior de la puerta y colocaron una bandeja con un melocotón y un vaso de agua. El restaurante estaba a sólo dos manzanas, allí la comida sería mucho mejor, seguí pedaleando.
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