Los primeros rayos de sol trataban iluminar las calles de Lachueca, cuando ríos humanos corrían por ellas en busca de la misma desembocadura: el juzgado. Los primeros en llegar encontrarían un asiento en la sala y podrían escuchar de viva voz la sentencia, el resto debería esperar agolpado a sus puertas aguardando de noticias del interior.
Don Gabriel Salcedo regentaba el mejor hotel y restaurante en la vieja Lachueca, no había pasado aún mucho tiempo desde que fuera nombrado alcalde de la ciudad casi por aclamación popular, pero decidió dejar el cargo para poner en marcha su negocio de turismo y restauración dando al pueblo una vida que ninguno de sus vecinos hubo imaginado. Ahora se sentaba en el banquillo de acusados porque todas las pistas indicaban que era culpable del asesinato de María Jesús, una chica de dieciséis años muerta por un golpe en la cabeza. La muchacha mantenía relaciones con Alberto, el hijo de Don Gabriel. En el pueblo se daba por hecho que María se convertiría a no mucho tardar en su nuera. Solamente don Gabriel y el verdadero homicida sabían cómo murió María Jesús. Nadie tuvo culpa de lo sucedido; fue una caída provocada por las correrías y saltos de dos adolescentes enamorados; un empujón sin malicia que llevó al fatal desenlace. Cuando llegó al trágico lugar ya era tarde, Don Gabriel decidió soportar aquella culpa y él mismo avisó a la policía
El secretario anunció la entrada del Juez y solicitó la puesta en pie de los allí presentes. El magistrado se sentó en la poltrona y con una leve señal de su mano izquierda dio permiso para que se sentara el público que abarrotaba la sala.
-¿El jurado tiene ya un veredicto? –Preguntó el juez al portavoz del jurado popular.
-Sí señoría.
-Que se ponga el pie el acusado. –Solicitó el secretario judicial. Don Gabriel y su abogado se levantaron de sus sillas para oír una sentencia que ya conocían.
De nuevo con una señal de sus manos, el juez pidió la lectura del veredicto al portavoz y este lo leyó con voz alta y clara.
-Este jurado, tras estimar oportunamente las pruebas expuestas por la fiscalía y las alegaciones realizadas por la defensa, considera a Don Gabriel Salcedo culpable del cargo que se le imputa.
No bien había pronunciado la palabra mágica el portavoz, el público de la sala comenzó a vociferar, no hubo pasado un segundo cuando el gentío del exterior lanzó alaridos de alegría. Mientras que el juez mandaba callar, amenazando con desalojar la sala, Don Gabriel sintió un extraño bienestar, la sensación del deber cumplido. Aún quedaba por saber el tiempo que tendría que vivir entre rejas, se hizo un silencio atronador en espera de las palabras del juez.
-Este jurado condena a Don Gabriel Salcedo a la pena de veinte años y un día de reclusión mayor. No podrá acogerse a ninguna gracia ni al régimen de condicional. –Con un golpe de su martillo dio por cerrado el juicio.
D. Gabriel sabía que aquella pena representaba la pérdida de todo lo que había conseguido en su vida: familia, trabajo y una gran reputación dentro de la comunidad. No se arrepentía de no haber intentado demostrar su inocencia. Su abogado cabizbajo, sentado y con la cabeza entre las manos, se consideró un estorbo más que una ayuda. Don Gabriel no le permitió rebatir ninguna de las pruebas que le inculpaban, ni siquiera alegar atenuantes que minorasen su pena. Él había dado el empujón que acabó con la vida de María Jesús. No cabía discusión posible.
El público de la sala del juzgado estaba enardecido, satisfecho con la condena de D. Gabriel, vociferaban, insultaban: ¡Criminal, pervertido! Pero sus oídos se habían cerrado a aquella marabunta humana sin que le preocuparan lo que escupían aquellas bocas de escorpión. Mientras que dos policías esposaban sus manos, buscó con avidez entre el gentío, que todavía abarrotaba la sala, una mirada amiga. Creyó tenerla en la de su mujer y en la de su hijo de dieciocho años; pero cuando sus ojos se encontraron, ella, la mujer de su vida, le volvió la cara. Este gesto sí le hizo sufrir, sintió el dolor del abandono en su interior.
-No podría ser se otra manera, él mismo había echado tierra sobre su tejado. Para ella también era culpable. –Así pensó y la disculpó.
Buscó entonces los ojos de su hijo que era arrastrado por su mujer tirándole del brazo para sacarlo de aquel lugar cuanto antes, tratando de evitar una mirada cómplice entre padre e hijo. Mas, antes de abandonar la sala, consiguió ver cómo de los ojos brillantes del muchacho se derramaba una lágrima.
Fue entonces cuando sintió que su espíritu se había liberado. Sólo su agotado cuerpo sería encarcelado. Aquella lágrima le convenció de haber hecho lo correcto.
Qué importaba que su cuerpo fuese encarcelado si su espíritu era libre. La condena del cuerpo sería temporal, la del espíritu hubiera durado toda la vida.
Respiró hondo hasta llenar los pulmones de aire y el alma de orgullo. Se hizo la promesa de no derramar una sola lágrima porque la que vio rodar por la mejilla del hijo era suficiente para soportar su dolor de los próximos años encerrado en la cárcel. Todo el daño que en su alma produjo el rechazo de su esposa quedó sanado.
Se dejó llevar por la policía, que trataba de protegerlo de un seguro linchamiento. Al salir de la sala muchos de los que consideraba amigos se unieron al escarnio, otros no se atrevieron a mirarle a la cara y algunos ni se acercaron al juzgado para ofrecerle su apoyo. Él tan solo esbozó una sonrisa.
Los veinte años pasados en la cárcel le parecieron eternos. Con su compañero de celda no tuvo problema alguno, se dirigían las palabras justas para la convivencia. Ya estaba allí cuando él llegó y allí seguiría cuando saliera. Organizaba desde aquella celda, tanto fuera como dentro de la cárcel, todo un entramado de contrabando de marihuana y hachís del que él no quiso darse por enterado.
Don Gabriel estuvo destinado en varios departamentos: biblioteca, cocina, administración… Realizó talleres que según le decían le servirían para cuando volviese a ver la luz. Jamás recibió una visita; ni el más despiadado criminal que cumplía condena en aquella cárcel dejó de tener una visita amiga al menos una vez por trimestre. Una foto sobre la mesa de su celda le recordaba lo que fue su familia y todo aquello que ya nunca tendría. Pero su gran aliado para acortar el tiempo fueron los libros, no hubo página en la biblioteca que no pasara por sus manos.
Al fin llegó el día de su liberación. Muy temprano fue llamado por el alcaide, le fueron entregadas sus pertenencias y le ofrecieron la salida. ¿Dónde podría ir? Volver a Lachueca no tenía sentido y buscar a su mujer sería un absurdo mayor, estaba solo. Al salir a la calle le deslumbró el sol de la mañana. Vio las siluetas de un hombre y un chaval aproximarse; ver al muchacho fue como una aparición ¡Era el vivo retrato de su hijo! Al padre creyó no haberlo visto nunca; pero al cruzar sus miradas supo que de aquellos ojos, cierto día veinte años atrás, salió una lágrima redentora que le dio la fuerza y la esperanza para soportar su estancia en la cárcel. Su primer impulso fue abrazarlo, pero… ¿Quién le castigó a no ver aquellos ojos durante tanto tiempo? ¿Qué impidió recibir unas letras de aquellas manos? ¿Por qué...? ¿Qué razón…?. Infinidad de preguntas sin respuestas ase agolpaban en su lengua; pero sus labios permanecieron sellados por temor a respuestas hirientes.
Aquel hombre le cogió una mano y se puso de rodillas.
-Padre lo siento. Siento que no haya tenido noticias mías en estos veinte años. Madre me hizo jurar que no tendría contacto alguno con usted, que no recibiría mi visita ni escribiría una carta. Pero al tiempo que hacía ese juramento mi interior prometía que hoy estaría aquí junto a usted y si lo desea para siempre. –Jamás le había hablado de usted, pero el respeto que le profesaba en ese momento y después de tanto tiempo hizo que le hablara de ese modo.
Don Gabriel le hizo levantarse. No todas las preguntas fueron respondidas, pero resultaron suficientes aquellas palabras. Se fundieron en un abrazo que parecía eterno, y mientras que sus cuerpos permanecían soldados oyó un susurro en su oído que le decía con toda la verdad del mundo: Gracias padre.
Recordó su promesa y lloró.
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