Historias de nuestra gente
LA MATRA
Fue sólo tocar la “matra” y sentir el sacudón. El tiempo y el entorno se borraron. Un temblor sacudió su cuerpo y tuvo que contener el llanto.
El grupo había llegado al Restaurante del Museo atraído por el aura de historia y misterio que se escondía tras su nombre sugerente. Al primer golpe de vista, desde la vereda, se podía apreciar la elegancia y la calidez del lugar. Sobre las mesas, la luz de las velas dibujaba extrañas figuras en las copas de fina cristalería y en la vajilla impecable. Todo estaba envuelto en una semipenumbra.
En el interior, las paredes y el techo, en cálidos y armoniosos colores combinaban elegantemente con los cortinados y la mantelería. Sin embargo, carcomidas baldosas en damero eran mudos testigos del paso inexorable de los años, marcando un mágico contraste e instalando una inquietante sensación de atemporalidad. El decorado era sobrio. Los mozos y mozas, vestidos con camisa o blusa blanca y largo delantal en blanco y negro, esperaban a los comensales en la puerta. Los recibían con simpatía y cordialidad. Llamaba la atención la belleza y prestancia de las dos mujeres y los dos hombres. Todo el ambiente transmitía elegancia y fina sencillez.
Se ubicaron en el salón de paredes verde oliva y techo naranja. Una mesa redonda brindó su hospitalidad a los seis colegas. La moza retiró los abrigos, carpetas y demás accesorios de los viajeros. Se sentaron, disfrutando de antemano el placer de una cena en buena compañía, en un lugar acogedor. Agradables aromas cruzaban de un cuarto a otro... crepitar de velas... cebo que se escurre lentamente... aroma a roble de antiguos muebles...cera que fluye... tiempo que se escapa...
- Mientras se sirve la comida, ¿quieren pasar a ver el museo?
- ¿Se puede?
- ¡Claro! ¡Por supuesto! El señor los va a acompañar.
Llegó el dueño del lugar. Tres se levantaron y lo siguieron al salón contiguo: el museo. Era un almacén tradicional de ramos generales detenido en el tiempo. El viejo mostrador, las vitrinas, las altas estanterías que vestían las paredes sostenían un sinnúmero de las más variadas mercancías: arneses, sombreros, zapatos, medias, frascos, libros, radios a válvulas, calentadores, una vieja máquina de escribir, faroles, los almanaques de Molina Campos... Polvorientos testimonios de tiempos que no terminaban de irse...
- ¿Y ésto?
- Ésta es una colección de matras mapuche.
- ¡Qué hermosas!
- Éstos tejidos ya no se hacen...
- ¡Qué belleza!
Ella miraba con asombro y una creciente e inexplicable angustia todas las piezas exhibidas. Algunas, prolijamente dobladas en las estanterías, exponiendo los enigmáticos dibujos del mensaje y sus brillantes colores. Los ponchos, como si estuvieran sobre sus dueños. Rojo y blanco. Blanco y Negro. Rojo liso.
Se desplazaba junto al mostrador con la mirada clavada en los tejidos, sin saber adónde fijar la vista. El dueño contaba la historia de las piezas de colección y las dificultades de mantenerlas a través del tiempo. Ella apenas lo escuchaba.
- Mire ésta.- Los dibujos le hablaban. Rojo oscuro y negro. Cubriría una cama grande, seguramente.
- ¡Qué hermosura!
Y el dueño tendió un tejido en verde y blanco, de considerable tamaño, sobre el mostrador.
- Mire. ¡Toque ésta!
Tomó la tela con ambas manos. Firme. Blanda. Suave. Cálida. Era increíblemente delicado el contacto con ese grueso tejido. Una profunda emoción le humedeció los ojos. Sin querer pasó las manos, acariciando la tela. El vellón... el olor de la lana cruda y sucia... el agua del lavado... el hilado... el fuego en el teñido... miraba como hipnotizada, sin ver. Las hebras bicolores se combinaban con belleza y precisión indescriptible. Una obra de arte inmortal, inigualable. Su alma llegó a la tejedora, laboriosa y sacrificada mujer que pasaba infinitas horas junto al telar, enredando el grito de su pueblo entre los hilos. Sus niños. Su hombre. Su humilde ruca. Su lengua y su cultura. Y el viento le sacudió el alma y el río le trajo el canto de las voces antiguas... Voces ancestrales llegaban hasta ella por el maravilloso contacto con la “matra”. Las lágrimas amenazaban escaparse y un nudo le endurecía la garganta.
El tiempo y el entorno se borraron, y sólo fue la lana, el telar, y ella sentada... debía plasmar el mensaje. La voz de su pueblo surgiría entre los hilos por toda la eternidad.
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MATRA: Manta tejida artesanalmente, con la que se cubre una cama.
MAPUCHE: Pueblo originario que habita en la región central de la República Argentina y en igual latitud en el territorio chileno.
Sara E. Riquerme : Sara_eliana
Neuquén, 14 de mayo de 2007
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