El yugo de su brazo dormido sobre el cuello de Rebeca mientras, allí, en la calle, debajo de su ventana, el ruido de la calurosa noche de verano se empeñaba en mantenerla despierta. Lo había decidido hacía semanas, pero aún no sabía como sacarlo adelante, el nudo en el estómago era una de esas cosas que le impedían empezar. Se liberó del abrazo intentando, sin conseguirlo, no despertar al oso roncador que había elegido tres años atrás para compartir el espacio de paz de la compañía deseada. Pero un susurro mimoso y un intento de coger la mano no fueron suficiente para ella. Se levantó y salió al balcón con la caja de Lucky Strike en la mano, sentándose en la vieja silla de mimbre que nunca supo de dónde había salido. Abajo, en la calle, los borrachines del bar del pueblo cantaban una de esas canciones que nadie conoce hasta que la comienzan a cantar. Del armario sacó el cenicero y la libreta roja, revisando detalles revisados mil veces. A su espalda, el oso volvía a roncar y el nudo de Rebeca desapareció de repente, durante años estuvo analizando ese segundo, el ruido, el calor, el espacio y las decisiones que tomó en ese instante. Dentro de la libreta estaba la carta, preparada sin fechar hacía meses. Dejar todo en suspenso unos meses, quizás un año, sonaba a sueño, a deseo oculto. Miró el reloj, recogió los cuatro trastos y esperó en la parada del canódromo el autobús de las dos de la mañana con destino incierto. |