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LA MAESTRA. (Prosa)

Es la mayor de seis hermanos y, para ser tan niña, muy comprometida y responsable.
Es laboriosa cual abeja. Ayuda a la madre cambiando pañales a los más pequeños, sube leña del corral para encender la chimenea, barre la casa y quita una telaraña de un rincón, lleva a pastar al prado a los corderos, va al río a fregar las cacerolas, platos y pucheros e incluso busca hierba en eriales y barbechos para alimentar a las gallinas y conejos.

No abandona su obligación escolar y, gozosa, asiste al colegio. Cuánto sabe su profesora y con cuánta fruición escucha sus lecciones. La admira y sueña ser maestra como ella. Estudia en una vetusta enciclopedia mugrienta y deshojada. El libro, junto con otros, proviene del abuelo; hombre que, al decir de la gente, es muy letrado. El abuelo es labrador por las mañanas, herrero por las tardes y alguacil del pueblo cuando el alcalde así lo solicita. Es también soporte en la educación de la muchacha y en las trasnochadas, junto a la nieta, corrige sus deberes. La chiquilla, lista y aplicada, aprende a leer antes que a hablar. Del mismo modo acredita no ser lerda y pronto hilvana letras manejando con pericia el lapicero. Aprende las cuatro reglas y resuelve complejos problemas matemáticos. Aprovecha los recreos e intentar hacer música en el desafinado piano del desván anexo al aula. Si encuentra tiempo se distrae con los tebeos que caen en sus manos o presta atención a los libretos de teatro y a los versos de los clásicos. A veces ojea un añejo diccionario analizando el significado de palabras y en otras ocasiones rellena crucigramas o descifra jeroglíficos de viejos periódicos destintados y ambarinos hallados en la cámara dentro de un arca.

Llega un tiempo en el que, de forma acelerada y muy a su pesar, se ve forzada a dejar la escuela. Las carencias en la casa son cuantiosas, hay muchas bocas a la mesa y ha de ayudar en las labores campesinas. No olvida su pretensión de ser maestra y se promete que retomará los libros tan pronto como pueda.

Ahora es auténtica labriega y arrima el hombro lo que puede. Coge los suelos de aceituna en los inviernos y en los otoños vendimia las cepas del viñal. Ayuda escardando las malas hierbas del sembrado que desentierra con la punta de una hoz desportillada y en el estío acarrea con las mulas la mies hasta la era. Luego, montada en la trilla, azuza a las bestias dando vueltas y más vueltas hasta deshacer la parva. Muy de mañana, si el aire del saliente es propicio, maneja la pala de madera para aventar y separar el grano de la paja. Antes, al alba, acudió a regar los pepinos y tomates de la huerta y, anochecido, trae el agua hasta la casa. Este trasiego, dice para sus adentros, es un gusto, es lo más satisfactorio del trabajo.

El acarreo del agua es recreo, diversión, motivo para hablar con las amigas, ocasión para escuchar las bromas y requiebros de los mozos. Un protector rodete de lienzo a la cabeza y encima, en envidiable equilibrio, un cántaro de más de media arroba. Dos más en las caderas sujetos por los brazos y en las manos sendos botijos. Apostura al transportar la carga, sutil galanura en el contoneo de su talle y garbo en su pisar. Ahora las vasijas están sin agua, pero luego llenas parecieran no pesar. Tal es el porte de la joven: grácil, estirado, equilibrado. Se sabe observada por su dueño, por el mozo con el que sueña cada noche, por el joven que, a buen seguro, será el futuro padre de sus hijos. En su paso saleroso da la impresión que sus pies, más que andar, se deslizan, parece que flotan. Llega a la fuente de la plaza, pide la vez y aguarda su turno conversando con el resto de zagalas.

Ya tiene diecisiete y todos los caracteres y formas de mujer. Es lozana y atractiva. Heredó la donosura y belleza de la madre y posee, aún siendo hembra, la pujanza y vigor del progenitor.

Frente a la fuente, a veinte metros de distancia, siempre ellos. Jocosos, vocingleros, haciendo comentarios poco recatados: “Está buena y salvaje aquella rubia, dice uno. Me la comería a besos y todo se lo haría a esa pechugona, indica otro. Y un tercero remacha que está de rechupete la morena a la que ahora mismo haría madre si ella se dejara.”
Reposan en las gradas, debajo de las campanas de la iglesia, al socaire de la torre y esperando unos la llegada de la novia, otros a la que desean que lo sea.

Le llega su turno, llena los cacharros, los acopla a su cuerpo e inicia la andadura hasta su casa. Él la sigue y se da a ver en la revuelta de una esquina.
-Preciso hablar contigo, escuché un comentario que me tiene confundido –dice el joven nervioso y agitado.
-Sí, hablemos –contesta ella.

Se alivia del peso, deja cántaros y botijos en el suelo y ambos se cobijan bajo el quicio de la puerta de un pajar. Un silencio compartido y, embelesados, ahítos de sueños, ebrios de amor, se miran con ternura y con pasión. Ella rompe el mutismo y con voz moderada trata de calmar su agitación.
-Deseaba que lo supieras por mi boca, pero advierto que ya estás enterado. Corren deprisa las noticias, pues surgió esta mañana. Sí, me voy. Me voy a la ciudad. Mis hermanos crecieron, mi padre ya no precisa de mi ayuda y hay un trabajo esperándome en Madrid. Es mi oportunidad, es mi momento. Me esforzaré, trabajaré y al mismo tiempo estudiaré. Seré maestra.

El joven queda triste, abatido, desorientado.
-¿Y lo nuestro? Siento inquietud, zozobra, cierto recelo. Sólo soy humilde labrador, no soy hombre de corbata y si tú eres maestra conocerás a otros más leídos e ilustrados y puede...
-Eso jamás; -interrumpe la muchacha- sabes que yo también te quiero. No; no habrá otro varón al que yo mire y sólo tienes que esperar. Apenas siete años. Sólo siete años y habrá boda. Volveré con el ajuar ya preparado y con el vestido de novia atalajada. Tú estarás esperando en la puerta de la iglesia y el cura dispuesto en el altar.

Él toma la cintura de la joven y surge un beso apasionado, prieto, febril, interminable. Sin apenas separar la boca de su boca la requiebra.
-Estás bella, radiantemente hermosa. Eres la luna de mis noches, la savia de mi vida, mi sol de cada día. Eres vergel de mi existencia, jugo de mis venas, terrón de almíbar, grumo dulce de néctar que me hidrata. Eres la flor de mi esperanza y eres, en definitiva, mi latir, mi propio aliento. Imaginaré tu regreso cada jornada y mi añoranza será antesala de muestra reunión definitiva. Tacharé los días del calendario y esperaré el tiempo que sea menester. Sembraré mi soledad con tu perfume ausente, abonaré los inviernos tristes de mi reloj parado y regaré nuestro amor cada alborada.

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Siete años pasan y regresa con su flamante nombramiento de maestra. Ha obtenido plaza y ocupará la vacante que dejó su vieja profesora jubilada. Es apertura de curso y la gente del pueblo le da la enhorabuena. Acuden a presentar a sus retoños en el primer día de clase. Él está allí, en un rincón del patio y aguarda hasta el final. Se acerca y, con el corazón fuera del pecho, sin agachar la vista, con figurado arresto, le tiende su mano áspera y fuerte. Ella le da la suya y evoca de inmediato el calor de su piel. Nota sus dedos fibrosos otrora juguetes de caricias en su cuerpo y penetra en su alma el aliento del joven que, con balbuceos inconexos, apenas logra articular palabra.
-Felicidades maestra... que decir, no se... Si pudieras perdonarme... no supe esperar... ella... te lo expliqué en la carta... Mira, estos son mis gemelos. Recién cumplidos cuatro años. Si tú...

Queda lejana la fecha en la que supo que él marchó con otra. No obstante su proximidad aún la estremece y su corazón no late indiferente ante su voz y su figura. Pero también tiene certeza de que, aunque la herida no sanó definitivamente, pues a veces todavía duele, ya se está cerrando, hace costra, está cicatrizando. Es por ello que, con carácter, ahoga a una incipiente lágrima que pugna por salir, se deshace del nudo que tiene en la garganta, suelta su mano y con decisión irrevocable le interrumpe.
-Señor, la vida continúa. Ya hace tiempo que durmiendo en el fondo de un baúl está el ajuar que un día preparé. El baúl cerrado con grueso candado y la llave perdida en el abismo del dolor. En cuanto al vestido de novia ya es tiempo pasado, está aparcado, es puro estorbo. Quedó colgado en la cornisa del balcón del desamor y allí permanecerá hasta que el tiempo lo aje y lo destiña. Sólo añadir que tengo mucho que hacer, pues soy maestra.

Coge con decisión a los gemelos de la mano y marchan por un pasillo en pos del aula. Los arrulla, besa sus caritas y habla con ellos.
-Sois unos niños muy lindos. Yo soy vuestra maestra y juntos jugaremos y aprenderemos muchas cosas. Decidme, ¿cómo os llamáis?
-Yo me llamo Pedro –dice uno
-Yo Lucas –contesta el otro.

Sale correteando y canturrea. De manera instintiva aflora su vocación, mana de forma espontánea su vena de maestra. Palmotea caminando hacia atrás y con gestos y guiños los reclama, los incita a que la sigan.
-Vamos, Pedro. Vamos, Lucas. Corred, corred. A ver cual de los dos me pilla antes.

Texto agregado el 13-05-2007, y leído por 266 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
13-05-2007 sigue adelante me gusta tu forma de usar las alegorias en tu relato . meminbenbon
13-05-2007 13º Round del Club de la Pelea. Texto en concurso, por favor no dejar comentarios. Ignacia
 
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