Tras sacar unos cuantos euros del cajero automático, se quedó mirando la tarjeta extrañado, como si fuera algo ajeno a sí. La volvió a introducir y sacó el poco saldo que le quedaba. Una vez en casa, cortó la tarjeta con unas tijeras y, con ella, el resto de tarjetas que guardaba en la cartera. Tiró los trozos a la basura y se sintió bien, liberado.
Otro día decidió malvender su coche: apenas lo usaba y sólo le daba gastos. De regreso -caminando- a casa, se sintió bien, liberado.
Un buen amigo le llamó sorprendido semanas después: "¿Qué es ese cartel que has puesto en tu balcón? ¿Vendes el piso?". Respondió afirmativamente, a lo que añadió que no, que no pensaba comprarse otro, que no le había tocado la lotería, ni había una oferta de trabajo que le obligara a cambiar de ciudad, ni tampoco se había enamorado como un tonto de una mujer lejana. El amigo insistió en verlo pero lo esquivó con el consabido tengo cosas que hacer te llamo pronto. Y colgó. Encendió un cigarrillo y se sintió bien, liberado.
Cuando apareció un comprador, tuvo que decidir qué hacer con todas sus pertenencias. Reunió unas cuantas en una mochila y el resto las tiró, para pasmo de sus vecinos. No le importó ver de reojo como alguien hacia el gesto del índice atornillándose la sien, qué va, se sintió bien, liberado.
Con el dinero en los bolsillos y la mochila en la espalda, se acercó a la estación central ferroviaria. Miró el panel de salidas y quiso decidir a dónde dirigirse. Lo echó a suertes y a ese lugar compró un billete. Con el billete en la mano, se sonrió y se dijo para sus adentros: "Qué locura", tras lo cual dejó escapar un suspiro y, silbando de camino al andén se sintió bien, liberado.
Llegó a cualquier parte y así, vagando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, vivió durante muchos meses. No siempre durmió en una cómoda cama, no siempre bajo techo, no siempre comió a las horas y no siempre pudo ir limpio y descansado, pero nunca -nunca- se arrepintió. Al contrario. Siempre se sintió bien, liberado.
Un mal día fue atracado. Alguien vio el dinero que llevaba encima y lo quiso para sí. No se le ocurrió pedírselo -él se lo hubiera dado-, así que prefirió apuñalarlo antes y dejarlo medio muerto en una cuneta a las afueras del pueblo, como mandan los cánones. Durante horas se sintió morir. Por un instante pensó que se había equivocado. Pero enseguida borró ese idea y pensó que ya estaba bien así, si había llegado su hora mejor que fuera en ese momento de su vida, en la que se sentía bien, liberado.
No murió, alguien lo encontró inconsciente pero vivo y lo llevó a un hospital comandado por monjas. No quiso hacer denuncia ni le importó haber perdido tanto sus pertenencias como sus documentos. Una monja lo miraba con curiosidad e intuyendo algo, avisó al prior de un monasterio cercano, al que le explicó la historia de tan extraño paciente, que siempre afirmaba sentirse bien, liberado.
El monje tuvo largas conversaciones con él y acabó invitándole a su comunidad, invitación que aceptó encantado, no tenía otra cosa mejor que hacer. El monje se despidió una tarde avisándole que a la mañana siguiente vendrían a llevárselo, justo a las siete de la mañana, cuando el doctor hiciera su visita y le diera el alta. Emocionado e intrigado por su nueva vida en un monasterio esa noche no pegó ojo, así que a la mañana se encontraba somnoliento. Pero estaba bien, ¿eh?, se sentía liberado.
Se adaptó rápido a la vida de rezos a horas fijas, al trabajo sudoroso en el huerto, a las jornadas de abstinencia, al pan y agua cada viernes, a las estrecheces de su celda y a las jornadas de penitencia. Si bien despertó envidia y recelo entre algún compañero, la mayoría lo adoraba: la vida en un monasterio se había hecho para él, asombraba lo bien que encajaba, siempre bien, siempre liberado.
El abad confió en él una de las salidas que hacían a la ciudad cercana, donde organizaban un comedor para pobres. Allí conoció a tanta gente humillada y maltratada por la vida que el sólo hecho de poderles dar comida caliente y algo de afecto profundizó su fe hasta el punto se sentir que encima de él no había techo, sino infinito Amor de Dios. Se sentía bien, liberado.
Entre los que acudían semanalmente al comedor, tenía preferencia por Eulogio, un anciano de nariz roja cargado con bolsas de objetos que iba recogiendo por la calle, un hombre maltratado por la vida que, sin embargo, siempre sonreía y animaba a los demás. En una ocasión, con la comida ya servida, se sentó junto a Eulogio para tratar de averiguar por qué nunca acudía a la misa que celebraban antes del reparto de la comida. Era consciente de que muchos de los asistentes iban a la misa por congraciarse con los monjes y que no les faltara el delicioso ágape que les servían, pero también había visto a muchos rezar con sincero fervor, iluminarse incluso. Pero Eulogio no, jamás acudía, se quedaba sentado en un banco fuera del recinto y entraba con paso renqueante cuando oía que terminaba la misa. Eulogio aceptó la compañía de aquel monje nuevo con simpatía, y pronto entraron en conversación. Así pudo saber de la dura vida de pescador del anciano, de cómo entró en depresión alcoholizada cuando su mujer –su compañera, decía él- murió hacía unos pocos años, de cómo se encontró sólo ya que no tenía hijos y demasiado viejo para la mar, de la miseria de su pensión, de cómo se hundía cada vez más y más…
Eulogio también le preguntó por su vida: llevaba años acudiendo a aquel comedor y no lo había visto antes. Sin embargo, no era joven como para ser un novicio. Y él le contó su proceso de transformación, cómo se fue desprendiendo de todas las ataduras, cómo vagó de aquí para allá, como estuvo a punto de morir y cómo resucitó primero en el hospital de monjas y ahora con sus compañeros, cómo se reencontró con Dios y cómo ahora, pleno de puro Amor, se sentía bien, liberado.
¿Por qué no acudes a misa, Eulogio? El viejo se rascó la cabeza casi pelada y canosa y sonriendo la sacudió. No, no, perdone, hermano, pero no creo en dioses y santos y cosas así, ¿eh? La mar me enseñó cómo morían hombre buenos y justos y cómo verdaderos cabrones –¡perdone, padre!- viven rodeados de lujos. Quiso interrumpirle hablándole de que Dios es amor infinito a todos sus hijos, de que todos podemos recibir la llamada de Dios pero Eulogio, siempre sonriendo, no le dejó seguir. ¿Quiere saber como salí del agujero?, ¿cómo no he acabado totalmente reventado en cualquier calle? Fue la mar: mire, padre, bueno, hermano o como quiera, sin mi mujer, sin trabajo y sin dinero, la vida me valía una mierda, pensaba que nada me servía, ¿para qué vivir? Pero como le decía, me acordé de la mar: nunca te cansas de mirarla. ¿Por qué? –tragó saliva y volvió a rascarse la cabeza- Porque por mucho que la veas, nunca es la misma, siempre, siempre es distinta. –De pronto se giró y le miró a los ojos- ¿Cuánta gente habrá en estos momentos hablando como lo estamos haciendo nosotros? ¿Miles? ¿Millones? ¿Y cuántas veces a lo largo de la historia se habrán sucedido conversaciones como la nuestra, o parecidas? ¿Millones? ¿Cientos de millones? Pues fíjese, da igual: nunca, nunca antes y nunca, nunca después, por muchos días que hayan pasado o vayan a pasar, jamás se repetirá exactamente esta conversación –Eulogio se apoyó en el respaldo con una sonrisa de satisfacción-. ¿Sabe lo que eso significa? –se acercó al padre con cierto tono solemne- Que cada momento que vivimos, padre, cada instante, es inmortal. Porque nunca se repetirá, así como cada ola de la mar nunca es la misma.
Eulogio se encendió un cigarrillo con parsimonia aun sus manos ligeramente temblorosas. Dejó escapar una bocanada de humo y siguió: Ná, no necesito de dioses, padre, comprendí hace algún tiempo que el truco para vencer al miedo a la muerte está en eso, en lo que le he dicho, en vivir cada día como si fuéramos inmortales, aun sabiendo que nos vamos a morir. Porque, de hecho, a cada instante lo estamos siendo.
A continuación, Eulogio mezcló su discurso con una perorata sobre el buen gusto y la exquisitez, cualidades ambas de las que se preciaba tener a pesar de su pobreza, y empezó a enseñarle los absurdos objetos que había ido encontrando por ahí, como unas gafas de buceo de color rosa, que Eulogio no dudó en colocarse para mostrar al monje la gracia y estilo que tenían, sin el mayor sentido del ridículo y con el convencimiento de quien se cree poseído por el savoir faire. Pero el monje ya no le escuchaba.
En su cabeza rebotaba una y otra vez esa frase: vivir cada día como si fuéramos inmortales, aun sabiendo que vamos a morir. Y, con un gesto disimulado, escondió el crucifijo bajo sus ropas mientras asentía divertido al estrafalario muestrario del anciano buscador de tesoros.
Y se sintió bien, por fin –por fin- liberado.
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