No creo en espectros ni en situaciones paranormales, todo ello me parece una burda invención para comercializar con la imaginación y credulidad de tantos. Busqué, por lo mismo, mil razones para explicar tal fenómeno. Ilusiones ópticas, casualidad, mi manido subconsciente, pero, aún así, no lograba tranquilizar mi espíritu. Como las apariciones no cesaron –una cafetera, por ejemplo, no puede reflejar algo parecido a un torso humano- opté por lo más práctico y decidí vivir en penumbras. Por supuesto que erradiqué las sombras, al mimetizarme con ellas. Me transformé en un anacoreta ciego, en un prisionero de la noche, me acostumbré tanto a ello, que la luz diurna me causaba irritación en los ojos.
Luego, fueron débiles susurros los que comenzaron a manifestarse. Ellos se filtraban a través del zumbido del refrigerador, del hervir de la tetera o interfiriendo las transmisiones radiales. Primero fue algo casi inaudible, pero muy luego, escuché mi nombre pronunciado por una voz que parecía venir desde muy lejos. A mi nombre se sumaron, más tarde, recriminaciones, amenazas y groseros insultos. Hay momentos en que uno cree que ha perdido la razón y le espanta la idea de sentir que todo sigue igual, pero que se han agregado elementos extraños e inmanejables. Y aterra, aún más, que la locura sea eso: convivir con lo espeluznante, en abierta sinrazón y con una lucidez aún más aterradora.
Taponé mis oídos, ya que acostumbro a utilizar soluciones elementales y prácticas. Ahora, nada veía y nada escuchaba y eso traía un remedo de tranquilidad a mi torturado espíritu. Pensé que, pese a esta miserable existencia, algún día escaparía de aquel encierro y sería, por fin, libre para disfrutar de mi botín.
Craso error. Una noche, aún más oscura que las anteriores, sentí que unas garras feroces se aferraban a mi cuello. Entonces grité y ese grito fue tan desesperado que creí que se me escaparía el alma por la boca. Escapé pues de este infierno, abandoné todo y me transformé en un vagabundo.
Y eso es lo que soy ahora, un ser errante que escapa de aquellas manifestaciones, que no sé como catalogarlas, huyendo de todo y de todos. Cierto día, leyendo a la pasada unos titulares, supe que habían encontrado el cadáver de Petrovic. Lo curioso fue que, en uno de sus bolsillos encontraron una fotografía mía. Ese detalle pudo ser determinante en su debido momento, pero ahora no significaba nada, por la sencilla razón que yo había dejado de existir para la sociedad y ahora era sólo un paria, un ser desdichado que sólo trataba de dejar atrás su propia sombra…
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