Esperando el Transantiago
De que Santiago es una aldea enorme y extendida, nunca hubo dudas.
De que las cuadras que repartió y diseñó don Pedro de Valdivia con su alarife eran agradables, espaciosas, justas, al pie de un bello cerro y a la vera de un prístino río fueron Historia desde hace siglos, y que dieron paso a una ciudad apestosa, desagradable, sin áreas verdes, ni bebederos, ni banquillos a la sombra, inhóspita, que no ofrece “ni un palenque ‘ande rascarse” al sufrido transeúnte… Que el forado en la capa de ozono ya es gigante. Que el smog nos asfixia. Que cuando llueve se inunda todo y todos, transformándose sus callejuelas en ríos con hoyos profundos donde se puede desaparecer sin más trámite ni interés para los medios ni para las autoridades, tampoco cabe duda alguna…
Y ahora el Transantiago…
La temida y desconocida amenaza de un plan sin diseño, caprichoso, porfiado, inútil (sólo recordemos la ociosa paranoia con los bullados paraderos diferidos, los cobradores “automáticos” y los tractores amarillos…), que promete dilatar, aún más, los tiempos de espera y de trayecto… En un metro colapsado desde ya, sin haberse implementado el famoso plan aún, con la mitad de los santiaguinos fuera, de vacaciones, con los escolares y universitarios inactivos…
Cabe la pregunta kafkiana;
la duda razonable;
la ladina suspicacia latina:
¿No será un plan macabro, ambiguo, subrepticio (y, por qué no, subliminal), para descongestionar esta gran aldea, incapaz de albergar a sus millones de habitantes, haciéndonos retornar a nuestros bellos lugares de origen?
¿Será la hora de volver a mi amado Valparaíso…?
María Luisa Landman R.
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