Siempre te gusto el otoño. Nunca supe muy bien porque. Decías que te gustaban las hojas secas, el comienzo del frío, o mejor dicho el termino del verano. Las grandes ventiscas, el comienzo de las lluvias. Te gustaba, especialmente, ver como las hojas se iban con el viento. Como tu parapente se inflaba en lo alto de la montaña y salías como un pájaro a la deriva, como una hoja sin destino en el torbellino de tu cuadra, con tu casco y tu traje de hombre pájaro. Volabas, una, dos hasta tres horas sobre alguna ciudad, sobre alguna zona, sobre muchas vidas que veían solo un punto en el cielo. Mirabas el mar que pasaba bajo tus pies. Las casas, los parques, las canchas y algunos ríos. Te gustaba mucho todo eso. Decías que te hacia sentir plenamente libre, y que sentías como el hombre era un punto, realmente, en el gigante universo de la ciudad, del país, mas bien del planeta. Tu vela se inflaba y los tirantes te elevaban de inmediato hacia arriba, mas cerca de Dios. Este Dios que desde pequeño querías conocer, y no terminabas de asombrarte con la gigante torre de babel y el noble propósito de alcanzarlo a Él. Era absurdo no querer hacerlo, sino para que ser cada día mejor.
Fue tanta tu obsesión de lograrlo, que tu vela no pudo con la altura, o mas bien tu no pudiste con ella. En ese primero de junio que volabas sobre el Cajón del Maipo te agarro fuerte su ira. La ira del Dios que no quiere dejar de ser exclusivo. Que no quiere ser alcanzado sino en las profundidades de la tierra. Y ya no ibas a la deriva, sino el pairo invertiría el ascenso y llegarías a el, no en el cielo, mas bien en lo mas bajo del planeta.