En Ávila, a Trini y a mí nos entró un ataque de euforia fotográfica. Sacamos, por supuesto, 2.500 fotos de las murallas y la catedral, pero no nos quedamos allí, todo se merecía una foto: un señor que pintaba rayas en el suelo, unos niños que jugaban con un tubo... Fotografiamos a todas las abuelas de Ávila, no nos dejamos ni una, y tengo una colección de fotos de antenas de televisión que cualquier día os pongo porque sin duda os parecerán fascinantes. En una ladera junto a las murallas hicimos unas cuantas fotos tipo National Geographic en las que Trini representó a distintas especies de felinos —un puma enseñando las garras, un gato persa lamiéndose una patita, una leona en celo— y yo representé a un cóndor planeando sobre la estepa, un lagarto del desierto y un estornino.
A la izquierda había unas escaleras que bajaban hasta la carretera. Una niña pasó junto a nosotros con la mochila del cole a la espalda. Automáticamente la seguimos con el objetivo, aquí hay foto, aquí hay foto... La niña bajó los primeros escalones y, cuando llegó a la curva de la escalera, se sentó en la barandilla (¡para nuestro regocijo!) y bajó el último tramo deslizándose por ella. ¡Superfoto! ¡Superfoto!
Al momento, una señora de mediana edad, permanentada y emperifollada con su vestido negro, gafas de sol y joyones dorados, atravesó la puerta de la muralla y empezó a recorrer el mismo camino que había seguido la niña... La enfocamos emocionados, conteniendo la respiración, mientras bajaba los primeros escalones con sus taconazos, esperando a que llegara a la curva de la escalera, para pillarla justo en el momento en el que se subía a la barandilla... Pero, mierda, no se subió. Gran decepción. La tía siguió bajando como si nada por las escaleras, cotocloc, cotocloc, cotocloc, sin ofrecernos la que podría haber sido la foto del siglo.
Qué cabrona.
|