El Santi
Sabemos que el Santi no se extraña de que la policía tarde tanto tiempo en llamar. El Santi está seguro de que quieren ponerlo nervioso, quieren que cometa un error que les permita entrar en el banco. Tal vez lo tomen por un pardillo inexperto, pero el Santi considera que, aunque es joven (y guapo, todo hay que decirlo), ha vivido mucho, lo suficiente como para no arredrarse ante las dificultades que les está causando este atraco. Lo tenía todo bien planeado y está seguro (ay, el Santi nunca tiene dudas) de que saldrá con bien de esta, de que no podrán con él, y, sin embargo, nos parece observar que mueve demasiado las manos, en particular la derecha, donde tiene la pistola.
El Santi pasa entre los rehenes tirados por el suelo sin mirarlos apenas. Para él, lo notamos en su rictus de desprecio, no son más que monedas de cambio que le ayudarán a conseguir sus pretensiones. no piensa en ellos como personas, con sus anhelos e ilusiones. Para el Santi, los únicos anhelos e ilusiones que importan son los suyos. Se acerca a la ventana para fisgar con disimulo la calle. Ya ha oscurecido, pero se perciben claramente cinco o seis coches de policías, con sus ocupantes al acecho, rodeando el banco, y advertimos una pequeña sonrisa de orgullo en su rostro.
Desde un rincón, sentada en una silla, Vanesa observa fijamente al Santi. La vemos abatida, un poco triste, casi aburrida podríamos decir. Quizás se deba a que el día ha sido demasiado largo, o, tal vez, es que sus pensamientos le recuerdan una y otra vez la imagen del Santi saliendo del dormitorio, medio desnudo, intentando articular una excusa, mientras ella se limpiaba las lágrimas para reconocer a la chica que estaba en su cama. Ya hace una semana, pero comprendemos que no haya podido quitárselo de la cabeza. El Santi, por el contrario, no entiende tanto jaleo por tan poca cosa. Vale, fue un error, una equivocación, pero ya le ha jurado una y mil veces que no se volverá a repetir. Aunque mucho nos tememos que para ella suponga algo más que un error, pues intuye que ya nada volverá a ser igual entre ellos, contando, claro está, con que este atraco termine bien para ambos.
-No van a dejar que nos vayamos –dice Vanesa.
-Cállate. Estoy pensando.
Ella se calla, pero no por obedecerle, sino porque no tiene ganas de discutir. Viéndolo ahí, de pie junto a la ventana, agitando convulsivamente la pistola, Vanesa se da cuenta, de pronto, de que ha desaparecido la admiración que en algún momento le tuvo. El Santi llegó justo en el momento en que tenía que llegar, cuando las peleas entre Vanesa y sus padres eran ya insoportables, cuando la obligaron a quitarse el piercing y cuando querían esclavizarla trabajando doce horas en la caja del supermercado. Entonces apareció él, con su moto tuneada, su anticuada chupa de cuero y sus largas patillas. Nos pudiera parecer enternecedor ver a Vanesa rendirse sumisa ante las inmaduras exhibiciones del Santi haciéndose el duro, cometiendo pequeños hurtos o atracando las tiendas del barrio, pero eso era lo que ella estaba esperando, alguien que la sacase del ahogo de su casa. Sin embargo, ya ha pasado tiempo de aquello y las cosas se fueron complicando, tuvieron que cambiar de ciudad y los delitos aumentaron de categoría. Ahora, sentada en la silla del banco, adivinamos que Vanesa está pensando en su familia y que la invade un sentimiento nuevo para ella, que bien pudiéramos tomar por añoranza.
-¡Voy a cargarme a uno! Ya verás cómo llaman esos hijos de puta.
El Santi comienza a cruzar el banco de un extremo a otro apuntando a los rehenes y amagando disparos, como para asustarlos, sin reparar en que ellos, pobres, ya están más que muertos de miedo. El Santi lleva toda la tarde considerando la posibilidad de que tuviera que matar a alguien. Está seguro de que sería capaz, por supuesto que sí, porque aunque nunca antes lo ha hecho, ya sabemos que él es de los que no se arredran ante nada, si bien juraríamos que en su fuero interno está deseando que esa coyuntura no tuviera que presentarse.
El timbre del teléfono sorprende a todos. El Santi se precipita hasta él, pero, al llegar a la mesa donde está, se detiene, pues ha recordado que no debe mostrar ansiedad, y espera que suene varias veces antes de descolgarlo.
Vanesa, esperanzada aunque no demasiado, lo mira desde el rincón. Su intuición le va diciendo que el gesto adusto de él no presagia nada bueno. Efectivamente, cuando cuelga el teléfono sin haber pronunciado una sola palabra, el Santi le dice:
-No nos dan nada. Si no salimos en cinco minutos, entrarán a por nosotros.
Vanesa se levanta muy despacio de la silla.
-Pues venga. Vamos.
-¿Y ya está? ¿Vamos a perderlo todo? Acuérdate, con lo que saquemos aquí, tenemos para empezar de nuevo en cualquier sitio... ¡Hay que luchar, tenemos que luchar por nuestro sueño!
-Yo ya no tengo sueños.
Vanesa se dirige poco a poco hacia la puerta del banco, y a su paso puede observar como se alzan las caras expectantes de los rehenes. Ha tomado su decisión y no va a esperar a ver lo que hace el Santi, si quiere salir que salga y si no, que se líe a tiros. Pero ella sabe, bueno, todos sabemos, que el Santi también saldrá.
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