(del libro: CANTAR LA VIDA)
Por Ernesto R. del Valle
Soy aquella casa donde la modestia y la honradez hicieron nido. En una esquina de este humilde barrio voy pasando mi soledad. La pintura de mis paredes ulcerándose, el moho dibujando increíbles mapas: ensenadas y golfos de fantásticas islas, vahídos por el tiempo.
Dentro de mí, la penumbra de las grandes ausencias. Las ventanas, con su herrumbre de estreno en sus charnelas, hablan de polvo y carcomas asumiendo la destructiva labor de los días.
Soy aquella casa por la que dos seres deben hoy todo un tiempo de felicidad. Solitaria y con el silencio de muchas noches entre mis paredes, voy recordando con nostalgia el estrépito del amor en mis habitaciones y la complacencia de aquellos cuerpos vencidos por el éxtasis.
No siempre viví en ese sueño feliz del que no debí despertar. Nunca antes los cristales traslúcidos de mis ventanas, la madera de mis puertas, ni el tejido de las cortinas y sábanas, habían sentido tanto deslumbramiento, ni los olores de las rosas, quicalias y jazmines del jardín entraban a mi interior con tanta locura a disponer de las esencias de las cosas.
Fueron aquellos años tristes en que Lu, sola y decidida a echar hacia adelante la vida de sus hijos, le hacía frente al mundo gracias a la armadura de temple moral y de constancia que la investía.
Tiempo que le fue adverso. Aunque Lu le diría a Erman que fue un tiempo feliz, que a pesar de estar sola, los niños le llenaban su corazón día y noche.
El, luego de tenerla en la intimidad de mis alcobas (momento en que mejor se conoce el alma femenina) estuvo convencido de que Lu nunca fue una mujer plena, feliz ni realizada. Yo que viví sus lágrimas y observé en las noches su talismán de tristeza, lo sé muy bien y guardo, entre mis grietas, sus secretos.
Erman llegó a Lu de manera cierta, en una mañana iluminada, de viva transparencia; sin mucha fanfarria ni frívolas promesas. Llegó simplemente, como una semilla deseosa de tibieza, de reventarle en su alma con el poder telúrico de la naturaleza, ilusionado por hacer crecer sus raíces en el seco pero tierno corazón de aquella mujer; aflorarle las más hermosas y tiernas sensaciones y hacerle saber que ella también era merecedora de los goces eternos del amor. Todo esto lo sospeché aquella mañana de octubre, cuando lo hermoso brotó en Lu de manera incontenible, como el lúpulo gestado por la uva o la incandescencia del sol: con esa misma energía.
Hombre y mujer agotaron sus fuerzas en el encuentro y quedaron luego como niños, miándose mutuamente, sin un gesto, sin una palabra que rompiera el hechizo. Toda mi estructura de casa supo desde entonces que aquellos amantes conquistarían finalmente su futuro unidos por una cuerda infinita, fuertemente fijada a la moldura de ambos corazones.
Mis habitaciones sintieron -ya lo dije antes- un renuevo en sus paredes, un desplazamiento del tiempo en sus pisos enlocetados, algo distinto e inusitado en sus más incongruentes espacios; a partir de la llegada de Erman a la vida de Lu, la casa que era comenzó a experimentar, en todos sus cimientos, una conmoción indescriptible. Fueron días de renuevo en que la pareja remontaba la escala de la felicidad. El Amor hacía volar en pedazos toda mi cubierta y junto a los suspiros y caricias, penetraba el cielo entero con todas sus luces y conciertos galácticos haciéndome partícipe del mundo en la hermosa desnudez de los amantes.
Erman logró, a pesar de todos los obstáculos, la trascendencia de Lu como ser humano, plena de ilusiones en la vida, realizada y feliz.
Ya no están. Lu viajó al extranjero y Erman espera unirse a ella nuevamente. Ahora soportan incólumes el embate de la ausencia, la agonía de la separación. Esperan el salvaje cántico del reencuentro. Faltarán manos para verterse ciegos en la copa del amor. porque ese inmenso sentimiento les crece desde lo hondo de sí mismos.
Esperan, y mientras, siento recorrer por entre las uniones de mis ladrillos, un tibio estremecimiento, aunque mi pequeño jardín, devenido diminuta selva, descuidada y marchita, resuma tranquilidad en la urgente fragancia de las flores inexistentes; aunque no escuche sus voces por todo mi ámbito de casa sola, aunque mis paredes no recojan el eco del teclear de aquella máquina de escribir, ni los suspiros de amor de estos amantes de la vida.
Yo lo sé desde mi exilio de soledad, tristeza y esperanza.
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