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Gerardo Olivera es el zonzo del pueblo. Todos lo saben. Incluso una vez, cuando su hijo no lo escucha, el padre le admite a un amigo: “Y sí, la verdá que el Gerardito me ha salido un poco alelao”. En la escuela del pueblo, Gerardo hace lo que puede, que no es mucho. Sus maestras se lo dejan pasar y entre los compañeritos hay de todo, desde los que lo ayudan por compasión, hasta los que se burlan de él. Aunque Gerardo ni siquiera se da cuenta de la maldad de estos últimos. Él vive en su mundo, del cual “la mama” es el centro. Doña Ernestina, su mamá, le brinda todo el amor que necesita. Y Gerardito es feliz a su manera, con sus cosas, con su universo de fantasía en el que, como siempre cuenta, él es un famoso explorador.
La gente del pueblo suele verlo pasar, montado en su burro, camino al monte, a donde va a buscar leña para ayudar a su papá. A la tardecita, cuando vuelve de allí, todos se divierten escuchando las historias que inventa. “¿Y chango? ¿Quí ha visto hoy en el monte?”, le pregunta alguno. Y entonces, el chico detiene su burro, y empieza a contarles sobre los indios. Les dice que él es muy amigo de la tribu que vive en el monte y que incluso el cacique le ha dicho que un día, él, Gerardito, tendrá un gran regalo. Que ellos, los indios, saben ser agradecidos con quienes les brindan amistad sin interés. Luego, Gerardito sigue camino a su casa, soñando sus sueños de zonzo, mientras todos sacuden la cabeza, porque saben que hace siglos que no queda ni un solo indio en el monte. “Si será bueno pal verso el changuito”, sonríen. Otro día cuenta que ha visto un “farol” frente a una cueva del monte, y cuando todos le advierten que puede ser una “luz mala”, un alma en pena, Gerardito responde convencido: “No, si esas cosas no existen. Ese farol lo han plantau los indios pa mí. Me lo hai dicho el cacique”.
Hasta que una tarde llega Gerardito del monte, alborotado, gritando: “¡Mi lo han dau, mi lo han dau!”. Y aunque viene inquieto, marcha con los ojos fijos en la callecita que lleva a su casa. Tan reconcentrado va, que ignora por completo a la gente del pueblo, que le pregunta qué pasa, a qué viene tanto barullo.
Llega el zonzo a su casa, llamando a gritos a “la mama”. Doña Ernestina deja de envolver las humitas y sale a recibir a su hijo, que carga con esfuerzo un chuico manchado de tierra y tiempo. “¡Mire mama, mire lo que le he traido! ¡Ya no va a tener que trabajar más, mama!”, dice Gerardito y estrella el chuico contra el suelo del patio. Y Doña Ernestina, sin poder salir de su asombro ante la pila de monedas de oro que tiene a sus pies, apenas atina a preguntar: “¡¿Pero di ande has sacau esto, m’ijo?!”. El niño sonríe, orgulloso: “Los indios, mama, mi lo han dau los indios. Es el regalo”. Ríe el zonzo, feliz por la alegría de su mama. Ríe Gerardito. Y desde entonces, ya nadie se ríe de él.

Texto agregado el 11-05-2007, y leído por 1211 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
12-05-2007 Je, je el zonzo no era sonso despues de todo. Jonh
12-05-2007 A veces las apariencias engañan y entender que en lo más simple está el brillo más grande. Me gustó malor
12-05-2007 A veces las apariencias engañan y entender que en lo más simple está el brillo más grande. Me gustó malor
12-05-2007 la verdad no me gusto para nada nenis
12-05-2007 Una historia simple muy bien escrita, fluye la lectura con facilidad.Mis * leobrizuela
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