La flor de la Magnolia (fracción de novela, inspirada en La Flor de la Canela)
Justino Gracia seguía bebiendo caricias y despertando sueños de su memoria. Sus pensamientos trepaban por los centenarios secoyas hasta alcanzar la cumbre del cerro de las águilas, dónde éstas, fatigadas, posaban su vuelo después de entregarse al choque amoroso de sus alas.
Alli Justino, esperaba la llegada de su Nube-mujer y se dejaba envolver en sus rizos de luna para entregarse, antes de la marcha, a un volteo de besos y caricias reflejadas en el espejo de luna del río. El río de la luna lo llamaban las águilas por el reflejo blanco que proyectaba esa nube de amor de Justino.
Y así era como, una vez instalado en la espuma de plumas blancas, Justino y su nube viajaban por los años y las horas, escalando las montañas del pasado, visitando recuerdos, atizando emociones de esa hoguera de sentimientos que el corazón encierra.
Una vez impulsado el vuelo, la nube orgullosa de reposar en su seno el cuerpo de Justino, le susurraba:
-Hoy para acariciar mejor tu sueño he cargado de vapor de estrellas mi nido.
¿Dime, estás cómodo? ¿Encuentras vaporosa y mullida mi almohada? , - le preguntaba -.
Pero Justino ya no contestaba, somnoliento se dejaba llevar por el espacio sin tiempo de su nube para despertarse tan pronto como la música del viento le anunciaba la llegada a la Estación del Recuerdo.
Y dormido y arrebujado en su nube, su mente iba trayéndole retazos del último viaje, no hace mucho tiempo, cuando después de sobrevolar una pesadilla de tormentas hecha lluvia, llegaron de pronto al país de aromas de magnolia. Fue entonces, cuando la nube, una vez sobrevolado el cielo, perdió altura en su vuelo, para dejar así abrazarse por el calor templado del aire, derritiendo su vapor suavemente para depositar a Justino, sin sobresaltos, en el jardín de aquel valle sin nombre.
Justino llenó ese día de olores de juventud su tarde, revolcándose por entre la hierba volvió a acordarse de Duna y del frescor de su cuerpo. Esa noche bebió de nuevo el secreto de miel de ella y se entregó por entero a dibujar con sus manos sus senos, para que sus pétalos se abrieran como magnolias rosáceas. Justino ya estaba embriagado de noche y pistilos, su pecho que había acumulado todo el amor de la tarde, ardió en brasas y Duna dejó que la envolviera de alientos encendiendo su noche, y que después refrescara sus poros con ese cántaro vespertino como el rocío del alba, cuando el placer estalla, haciendo desaparecer las sombras por entre las luces del nuevo día. Y Justino, por fin, recordó que ese día fue el hombre más feliz de la tierra. Volviendo a amar revivió todo el universo de emociones sentidas, y se apresuró a apurar hasta la última gota de ese vaso que desbordaba agua de nostalgia, de pubertad perdida!.
Fue entonces cuando su nube, celosa, empapó nuevamente sus alas, llenando de caracolas de vapor su cuerpo, para rescatar a Justino de su sueño, y retornarle nuevamente a su valle de águilas, a su espejo de luna, a su cuerpo de nube blanca, para sentir otra vez las caricias de la memoria de Justino, y llenar de caudal de sueños otra vez el espejo del río.
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