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EL SUEÑO DEL ABUELO

Dormido, encorvado, inclinado el mentón, acurrucado en una butaca tejida con mimbre de sarga, el anciano parece una estatua. Teñido de canas, rostro requemado, piel arrugada, ojos lasos, oídos tardos y vigor vencido. No obstante, el longevo abuelo escuchó tantos truenos, subió tantos cerros, cruzó tantos valles, atravesó tantas quebradas, que es mucho lo que sabe. Es por lo que el nieto que lo cuida dice, a quien quiere escucharlo, que su abuelo es más que una enciclopedia, que es la pura esencia del conocimiento. A su lado un botijo blanco con agua anisada y empuñada una garrota que nunca suelta y que, desde hace tiempo, es la extensión de su brazo. Allí, en la huerta, junto a su casa, a la sombra de una enorme y tupida noguera que antaño él mismo plantó, al lado del tronco, desafía el paso del tiempo. Por encima, en la frondosidad verde del árbol, surgen tiempos de amor y de cría. Las vivaces aves atienden sus nidos, se afanan buscando nuevas parejas o simplemente revolotean y se mecen columpiándose en las ramas. El ajetreo, los cantos, la vida de arriba, sirven de recreo en sus horas vespertinas.

Tiempo atrás, al buscar refugio en su noguera, lo primero que hizo el abuelo fue convocar a halcones, aguiluchos y demás rapaces. Convenció a las aves de presa para que se instalaran en parajes lejanos y desde entonces, libres de sus garras, conviven alegres todos los pajarillos de la periferia. El anciano los ha visto crecer y los distingue. Él conoce al corbato gorrión que hace de jefe y que reclama hembras con su gorgojeo inconfundible. Él ha escuchado mil veces los trinos de los jilgueros y ha observado con admiración sus trenzados y mórbidos nidos. Él sabe que el pardo ruiseñor que anida en la zarzamora de enfrente, emigrará pasado el otoño y que su melódico canto nunca será oído por nieves ni escarchas. Él está al corriente de la viudez de la alondra que todas las tardes se acerca al nogal y, en la rama más alta del árbol, canta llorando la ausencia del macho sin saber que un zagal atrapó a su amado y, enjaulado, de pena murió. En ocasiones se despierta por el golpeteo del pico de un carpintero que excava su nido; en otros momentos, entorna los ojos y, en su utopía, con las alas prestadas por un zarcerillo, vuela por el cielo. Y es que el abuelo es amigo de todas las aves y ellas lo saben. A veces las llama y les habla y, sin recelo, se acercan, se callan, lo escuchan. Entonces saca de su faltriquera un mendrugo de pan y extiende sus migas. Agradecidas por esa comida le pían, le cantan, le trinan. De vez en cuando sus grises y cansados ojos observan el planeo de los tordos al pararse en los tejados. Traen para sus nidadas una lombriz o sujetan en su pico una cereza. También goza del sinuoso vuelo de las golondrinas cuando cazan. Atrapan mariposas y otros insectos que acarrean a su hogar de barro colgado del alféizar del balcón y ceban a las crías con amor. Y forzando la vista, mucho más arriba, en lontananza, casi tocando el firmamento, alcanza a vislumbrar a un bando de buitres leonados que, con suma majestad, surcan los cielos oteando el horizonte en busca de carnaza. Las rapaces se pasean por entre nubes mitad blancas, mitad grisáceas y las nubes, como bien sabe el abuelo, terminarán ennegreciéndose, engordarán, se cargarán de electricidad y traerán la tormenta de la tarde.

La luz cegadora, la canícula propia del tórrido verano hacen que, una vez más, el anciano vuelva a cerrar sus ojos fatigados.

En su duermevela, en el atardecer de su existencia, sueña y hace balance de sus días. Repasa su vida llena de trabajo, de agudas espinas, de grandes fatigas, de muchas heridas. Pero pronto se dibuja en su cara una mueca de alegría que expresa que también hubo flores en su vida. En su ensoñación sonríe y en su visión alcanza a ver a su añorada esposa, ya fallecida, a la que abraza. Y en esa perspectiva, con las manos unidas, sus siete hijos, sus quince nietos.

Y pasa lo de siempre. Su cara de pronto se entristece, su cuerpo se agita en la butaca y, aunque sigue durmiendo, se advierte su ahogo, se ve que sufre. En el sueño percibe a sus hijos, los llama, los cuenta. Sólo hay seis, le falta uno y se pregunta: ¿dónde está el primogénito? Y una vez más, en su sentir, una horrenda imagen y, en sus oídos, el tableteo de ametralladoras y arcabuces. El rugido de la muerte les persigue y corre junto al hijo buscando una trinchera. Al final, en el divagar del pensamiento, en su ensoñación, en el desvío del sentido, termina entreviendo lo de tantas veces. El hijo está abatido boca arriba, caído en la tierra entre dos surcos, teñido de sangre su rostro, atravesada su frente por las balas del fusil de otro español.

El abuelo se retuerce en el asiento y en su figuración regresa a su mente la película estremecedora de parte de su vida que no quisiera ver. Es inevitable, otra vez fluye, jamás se desvanece. Nunca se borra de sus sueños y no logra desterrar, en modo alguno, el retrato de un dictador cruel y el doloroso recuerdo de una guerra civil fraticida y cruenta.

En su angustia y ensueño, no consigue desechar la lucha inútil de la batalla impuesta y, en su evocación, en su recordación adormilada, persiste la estampa del hijo asesinado. Tampoco logra apartar el recuerdo de los barrotes de la cárcel, la miseria, el hambre, los odiosos interrogatorios, las palizas.

La atroz dictadura triunfante lo persiguió y "por rojo", por defender a la república, por desafecto al nuevo régimen, es encarcelado y condenado a muerte. A su soñolienta pesadilla arriba la pena que le fue impuesta y que luego consigue se le conmute por cadena perpetua. Y al final, por distintas influencias, la remembranza de la ansiada libertad.

Miedoso, sudoroso, dolorido, se despierta al contacto de una mano amiga y aliada. Es el nieto el que lo llama.
-Vamos abuelo, ya está bien de siesta. Se hace tarde y tenemos que votar. Me hablaste de tus ganas, de tu libertad truncada, de esa prohibición de tantos años, de la necesidad de reinventar la democracia.

El abuelo se despereza, se restriega con el puño una legaña, se apoya
en la garrota, se agarra a la rugosa corteza del nogal y se levanta.
-Claro que sí, hijo mío; llévame presto hasta la urna.

Enjuto, consumido, castigado por los años, apenas puede caminar. El nieto lo coge y, cual si fuera un niño, lo aúpa, lo envuelve con sus brazos y lo transporta hasta el colegio electoral donde hoy los españoles, al votar, con su refrendo, dirán que abajo el absolutismo, que desaparezca la autocracia, que se les devuelva el pensamiento y la palabra.

El nieto conoce las entrañas del abuelo y, aun casi adivinando de antemano la respuesta, le pregunta:
-Y dime, abuelo, si tú me has dicho que con la muerte del tirano renació la esperanza y que brilla un nuevo sol, ¿por qué esa necesidad tan perentoria de votar?
-Es verdad que al fin murió el malvado. Demasiado tarde, pero murió como mueren todos los que nacen.
-¿Entonces...?
-Te lo explicaré. He de votar porque también me cercenó este derecho. Mató a tu padre, robó parte de mi vida, me arrancó la libertad que hasta las avecillas de mi nogal poseen y quiso, durante más de cuarenta años, sustraerme la palabra. Después de tanto tiempo pretendo hablar, quiero expresarme.
Baja la voz y como en un susurro continúa.
-Pero es que además, aunque no creo que pueda resucitar el dictador, por si acaso, colaboraré con mi sufragio a que Franco se hunda en su tumba un poco más.

Cumplida la misión, acunado por los brazos del nieto, torna al hogar. Trinos y silbos melodiosos lo rodean. Tan armonioso es el ritmo, es tan dulce la cadencia, que de nuevo cree soñar. Ajusta la mirada, afina los oídos. No es ilusión. No está dormido. Son ellos, los reconoce. Son los alados moradores de su noguera los que cantan, son los pajarillos de su huerta los que acuden a escoltar su renacida libertad.

Texto agregado el 11-05-2007, y leído por 1006 visitantes. (33 votos)


Lectores Opinan
22-06-2009 Tú eres uno de aquellos que su escritura invita a quedarse en la página, leer, disfrutar de las palabras y de los acontecimientos narrados y quedarse..., quedarse leyendo. Gracias de haberte encontrado. Saludos. ketti
26-10-2007 ***** ...Excelente... LiCa
25-09-2007 El sueño del abuelo. Buen título. Una historia que nos desliza por la página envueltos en un lienzo invisible de ternura. Nos atrapa, nos transporta, nos lleva de la mano a lugares hermosos de exquisita delicadeza. Se lee de un tirón. Se goza. Una prosa poética a ratos, en largos alientos, una prosa libre y voladora; meláncolica. Una pluma que toca. Un abrazo. mariamorena
22-09-2007 Una esperanza hecha realidad, una espera que ahora es abrazada en su existencia!!!! Aytana
03-08-2007 Muy bello relato, de ritmo parejo y poético. Me parece ver al abuelo mimetizado con su entorno natural, en contraste con la imagen de la absurda dictadura y sus funestas consecuencias. andrula
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