LO NEGADO.
Estaba satisfecho. Durante años había trabajado como un poseído para alcanzar aquella posición que no se dejaría arrebatar a ningún precio. Él era, podía gritarlo a todos los vientos, un alto ejecutivo que ya lucía sus trajes de tres piezas y sus zapatos caros siempre brillantes. Las responsabilidades bien atendidas y cumplidas a cabalidad, sacrificando lo que fuese necesario, inclusive su orgullo y libertad, eran su sello de victoria. En aquella escalada hacia los puestos más importantes, había dejado atrás a cientos de compañeros y rivales, siempre alerta, siempre un paso adelantado a todos ellos. Y su mundo lo sabía: él era un triunfador. Podía llegar a cualquier parte y demostrarlo con su actitud empresarial y desenvuelta de tener los bolsillos llenos y el poder suficiente para dominar a cientos de empleados. Y se lo había ganado, casi siempre dentro de las reglas de juego, día a día, sin descanso, con puño de hierro y sin compasión. Las artimañas y traiciones más sutiles y trabajadas de aquel ambiente de predadores no fueron suficientes para frenar su empeño y decisión de llegar a la cumbre. Él también las había aprendido y practicado a la perfección, sin un olvido, siempre pendiente del mínimo detalle. Y en esa lucha, febrilmente, nunca llegó tarde a una cita, cada junta directiva contó con su presencia obediente y su criterio siempre se adaptó para apoyar a los que por encima de él le imponían una posición a tomar, sin importar que fuese correcta o no, sin importar nada. Su ascenso siempre fue sumiso y cumplidor. Y todas las relaciones del trabajo a realizar las llevaba de un lado a otro, celosamente ordenadas y vigiladas, dentro de los repletos maletines que indefectiblemente acarreaba a cuestas. Más de una vez llegaba a aquellas reuniones de directivos como si el aire del mundo entero no fuese suficiente para su agitado respirar. El sofoco le subía en rojos encendidos a la cara mofletuda. Y por momentos se asustaba, pero sólo por momentos, ya que el tiempo no alcanzaba para nada. Y seguía adelante, sin descanso, gastando y extenuando todas sus horas en la preocupación de satisfacer lo requerido. La Bolsa, los presupuestos, las variaciones de precios, la producción, cientos de documentos, el personal, todo. Pero no podía detenerse, porque demasiado bien sabía que sin ese ritmo podía desvanecerse el fruto de tanto empeño. Los apuros y las angustias tendrían que terminar algún día, cuando tuviese todo lo que ambicionaba, cuando también él fuese de la cúpula corporativa. Además, no podía quejarse ni aflojar, las cuentas bancarias estaban sólidas y en su enorme casa sobraban las comodidades para su mujer y sus hijos. No concebía vivir a otro nivel. Sí, se sentía bastante satisfecho. Había construido aquel presente con sus esfuerzos y diligencias, con su sangre, con su tiempo y el de sus hijos, y lo mantendría a toda costa, inclusive aunque aquella carrera no llegase a terminar jamás.
Y de pronto, como un chispazo, se había visto sentado en aquel banco junto al río, en el extenso parque que se llenaba de árboles y veredas junto a sus orillas, en pleno otoño, con unos pantalones salpicados de pintura reseca y con el viejo abrigo que su madre había guardado para él, años atrás, en la buhardilla de su antigua habitación. Era el abrigo preferido de su padre, el que usaba para los trabajos y arreglos en la casa. Y sentado allí, estando mucho más delgado y sonriente, más lleno de vida, se sabía contento a pesar de lo extraño de aquel acontecer tan inesperado. No sabía cómo ni en que momento había llegado hasta aquel sitio. Pero sí sabía que se sentía como nunca al poder respirar el aire diferente de la brisa fría, sin sofocarse, que le llegaba hasta la médula de los huesos y del alma entera. El olor de las aguas en la orilla del río, el suave deslizar del manto de hojas secas y amarillentas volando de un lado a otro y la magnitud regeneradora de la pureza del aire le habían hecho renacer. Podía ver las bandadas de patos oscuros volando hacia el Sur, y escuchar sus graznidos cuando cruzaban cerca, y hasta podía adivinar el movimiento de las corrientes de aire bajo sus alas. Veía el río en la magnitud de su caudal y escuchaba su rumor como de fuente en la tranquilidad de sus mínimas playas. Muy cerca de sus zapatos el agua llegaba con suavidad en ligeros juegos ondulantes y apenas saltarinos, seguramente con temperaturas casi heladas. Y evocaba aquellos viajes que de niño imaginaba, navegando río arriba, mirando desde la cubierta de los barcos hacia la ciudad que abandonaba. Se imaginaba la salida por la desembocadura que no estaba muy distante. Acompañando a esos recuerdos el viento lo despeinaba y le rozaba las mejillas que ahora estaban relajadas y sin el color marchito de ayer, y le traía, como un poema de estación y de sosiego, el aroma de las flores, de los pinos y de la Naturaleza entera. Y se imaginaba a ese viento recorriendo largas distancias para llegar hasta aquel sitio, después de atravesar los lagos y los bosques de cientos de millas. Sí, valía la pena estar allí, aunque fuese un sueño. Tan sólo como un eco de fatiga podía escuchar a lo lejos, muy distante, las voces de la ciudad, con su torbellino de trenes y automóviles, con sus millones de propagandas en pancartas y letreros luminosos y con su población gigantesca que no conocía el descanso. Y supo, hasta el exceso de la comprensión, que ese mundo ya no contaba para él y que jamás podría atraparlo de nuevo. Y recordaba que ya antes había estado sentado en aquel mismo banco, años atrás, acompañado por aquella chica que tanto le había gustado, la de los ojos negros y sonrientes que en cientos de ocasiones le había invitado a caminar y a observar los crepúsculos por aquella parte del río. Ella había sido su novia durante los años en que él cursaba los estudios superiores de Administración. Y en ese momento, recordándola, aún podía sentir la calidez y el sabor de sus hermosos labios entregados. Después, cuando empezó a trabajar en la primera Compañía que lo llamó al recién graduarse, la perdió, porque él, simplemente, desapareció entre los horarios de trabajo y la rutina. Pero mucho antes, cuando pequeño y juguetón, iba también con su madre por esa orilla del río, cercana a su casa, para que ella le contara las mejores historias de su vida en los tiempos en que se habían mudado hacia esa zona. Recordaba que en esos paseos era que veía pasar los barcos por el centro del río. Y fue en esos días, ayudado por la imaginación y las experiencias de su madre, que empezaba a soñar con mil viajes de marineros locos dando vueltas por mares sin final. Y se imaginaba que todos los cuentos que escuchaba en esas caminatas, llenos de fantasía y desenlaces increíbles para sus pocos años, eran las aventuras que sólo ella y el río conocían. Y él había regresado de nuevo a aquel lugar, en total serenidad, sin la incómoda corbata que llevaba años torturándole, dejándose llevar sin apuro alguno por un tiempo en que cada segundo tenía su importancia, sin hacer esfuerzos, como demostrándose a sí mismo que nada era ni necesitaba ser inmediato. Sobraban las horas para todo. Y así, con los brazos estirados sobre el espaldar del viejo banco, con las piernas estiradas, dejaba que sus sentidos vagaran para llenarse de movimientos, sonidos, colores y fragancias que le hacían renovarse a plenitud. Y sabiendo que podría estar allí hasta el final del tiempo, se sentía descansado y complacido como no recordaba que se pudiese estar. Era un hombre nuevo. Y en aquella actitud permaneció por varias horas, observando en derredor las variaciones de la luz entre los árboles, sobre las aguas del río y entre las nubes del ocaso de su total visión. Después, cuando ya oscurecía, lentamente, se levantó y caminó por la vereda de arena amarillenta hacia el bosquecillo que empezaba a rendir sus formas entre la penumbra de la noche. Se fue, poco a poco, como un desdoblamiento que abandonaba las luces al mismo tiempo que se asomaban las primeras estrellas. Mientras caminaba hacia su nada, su figura se fue difuminando entre las cosas como una sombra más, hasta desaparecer, sin dejar rastros, en amalgama de ausencia y de fantasma. Era una despedida. Y todo lo negado quedó en el silencio del vacío y la renuncia. Nunca más el río, nunca más los pájaros y las nubes, nunca más la hojarasca, ni el olor de las flores, ni el fresco del viento, ni el recuerdo de su madre, ni la novia olvidada, ni las risas, ni el otoño, ni nada. Y allá en la oficina, tirado sobre la alfombra en rigidez fulminante, frente al enorme escritorio, su cuerpo era observado por todos sus compañeros de trabajo.
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