Margara, en la fila, mira al cajero en su lento conteo de depósitos, inquieta junto a los demás no clientes. Al lado, una mujer delgada, de anteojos oscuros y movimientos acelerados, habla por teléfono mientras escribe un cheque, rumbo a la caja exclusiva para titulares. La observa con envidia, no sólo por el poco tiempo que se demora en su trámite, sino por la gracia de sus tacos aguja, por la severidad con que reprendía a su secretaria al otro lado de la línea, por haberse ganado el derecho de ser una bruja cruel y déspota, tirana, quejumbrosa. Todo lo que a Margara le habría gustado ser.
Porque ella, ese derecho no lo tenía; aunque le habían dicho cuando pequeña que había nacido para princesa, los años le demostraron que no le había alcanzado siquiera para cortesana. Y ahí tenía que estar, esperando a que el júnior de la empresa de turno terminara de desenfundar sus interminables boletas de depósitos.
La mujer ésa, en cambio, no había esperado nada. El cajero la hace pasar de inmediato y la mira absorto, intentando captar su atención; intenta decirle algo para iniciar una conversa, pero ella sigue fascinada al teléfono, repitiendo la frase “como es posible”.El poder de las rubias, dicen. Margara no podía comprender, no obstante, porqué a ella se le había negado ese poder, si también tenía los cabellos claros.
Debía ser porque era simplona, como le decía Eduardo. “Te dejo porque eres una simplona y no sabes vivir” fueron exactamente sus palabras. Cuando lo recuerda, Margara intenta odiarlo, pero no puede. Sabe que fuera de contexto las palabras suenan más crueles de lo que pretenden ser, y que en el fondo, Eduardo estaba en lo cierto; si ella no fuera tan corriente, tan promedio, ya estaría en la fila de titulares y podría encontrarse insultando a un subalterno.
¡Insultar a un subalterno! La idea se le aparecía como un sueño utópico, tan lejano que no podía quedar sino en el universo de los sueños. Agradecería a Dios de rodillas si algún día Él le daba la oportunidad de tener empleados para poder así humillarlos.
Porque siempre, siempre, la humillada había sido ella. “Corcovada” le gritaban sus compañeros en el colegio, “frígida” comentaban a sus espaldas en el instituto, “poca cosa” se reprochaba ella misma. Margara nunca se había dado el espacio para hacerle justicia a su belleza oculta, imperfecta pero latente, la cual se esforzaba en sofocar bajo argumentos infantiles.
-Eres una inepta, Solange – gritaba por teléfono la rubia de al lado, mientras le entregan su depósito en efectivo – una malgraciada. Si no me tienes ese informe, considérate despedida.
Malgraciada. Margara sabía bien que esa palabra no existía, pero la rubia la pronunció con tanto orgullo, que la palabra parecía existir en sus labios. Dicha por ella, con tanta furia y desprecio, malgraciada se había ganado el derecho de entrar al diccionario de la real academia.
La mujer ya se había subido a su auto y se encontraba seguramente rumbo a su oficina, donde podría darse el lujo de seguir insultando a Solange. Y eso lo podía porque era única. Margara supo entonces porqué ella no llevaba el poder de las rubias consigo.
Llegó su turno frente al cajero y le entregó su cheque para cobro. El cajero la observaba sin mirarla y digitaba mecánicamente valores en el teclado, sin fijarse en la pantalla. No se detuvo a verla en ningún instante, y estaba cierta de que, si quería dejar de ser una simplona, necesitaba hacerse notar al igual que una titular. Era el todo o nada, la batalla que condicionaba la venida de todas las demás.
Las brujas no se hacen notar por su belleza sino por su estridencia, eso lo sabía bien por todas las que habían intervenido en su vida. No iba a ganar nada inclinándose en el mesón o sacudiendo su cabello.
Pero necesitaba un motivo real y original para ser una bruja. Desafortunadamente, no lo tenía.
Cerró los ojos e imaginó que el banco era su empresa, lo guardias sus asistentes, y el cajero su secretaria. Juntó fuerzas para mostrarse enfática
-Quiero todo en monedas de a quinientos
-Lo siento, señora, no tengo tantas monedas – respondió el cajero sin alzar la vista. Margara arqueó las cejas, sus fosas nasales se expandieron. Quería gritarle, pero solamente logró sacar de adentro un murmullo
-Yo soy un cliente y el cliente siempre tiene la razón.
-Lo siento señora, ese es un beneficio para titulares – fue la respuesta, y le entregó automáticamente el monto del cheque transformado en un fajo de billetes.
Margara buscó dentro de sí toda su rabia acumulada, escaneó profundamente en el rincón donde residían sus anhelos de ser la bruja de la fila de al lado, la que le gritaba a Solange. Para lograrlo, tendría que ser igual de severa con aquél cajero irrespetuoso, que ni siquiera se dignaba a mirarla
Se apoyó con ambas manos sobre el mesón y apoyó su rostro contra la vitrina. Respiró hondo y contrajo los labios. ¿Qué diría su mentora si fuera Solange la que le negaba una solicitud?
-Malgraciado –balbuceó, temblorosa y con la voz resquebrajada.
-¿Perdón? ¿Qué fue lo que me dijo? –el cajero ahora la estaba mirando fijamente a los ojos.
Margara comenzó a transpirar. El cajero no dejaba de mirarla y las demás personas de la fila se estaban percatando de lo que ocurría.
Margara tomo rápidamente el fajo de billetes y se fugó a paso rápido, escondiendo el rostro. Oyó a lo lejos una carcajada con ecos, seguramente la del cajero de turno de aquella sucursal a la cual nunca más volvería a pisar.
Llegó a su casa aún temblando, luego de cuarenta y cinco minutos perdidos en una fila de banco y otros cincuenta en el viaje en bus. Dejó sus cosas sobre el sofá y tomó un vaso de agua; en seguida, se plantó frente al espejo y se estudió con detención.
No tenía cara de bruja en absoluto. Más bien tenía cara de Solange.
Tomo su teléfono inalámbrico e hizo como que discaba un número; sin dejar su posición ante el espejo, arqueó las cejas y engrosó la voz:
- Margara, eres una malgraciada, como es posible que hagas todo mal…
Y mientras se insultaba, jugaba a ignorar su imagen, para hacerle sentir a aquél reflejo todo el desprecio y humillación que era capaz de infringir una rubia de verdad, de ésas que son brujas y tienen cuenta corriente.
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