Para contar mi historia debería comenzar por el principio; bueno quizás no debiera ni siquiera contarla… ¡Ay, no sé! Mi vida siempre ha estado marcada por la incertidumbre, por los polos opuestos, regida mayoritariamente por el azar.
Ya desde pequeño, las disputas marcaron mi persona, mi esencia. Al día siguiente de nacer, mis padres todavía no habían decidido con qué nombre deberían referirse a mí. Que si Pancho… que si Juan… Según me han contado mis polémicos progenitores, la batalla por nombrarme se remontaba al segundo mes de embarazo de mi difunta madre, y perduró hasta que expiró el plazo que les había impuesto el Encargado del Registro Civil, que habría de inscribir mi partida de nacimiento y que, finalmente, acabó por decidir.
Me gustaría aprovechar estas memorias para mentar a su puta madre, y desearle lo peor a su progenie (la del Registrador Civil, no se enoje ni me malinterprete el lector). Mi nombre es Eustaquio, Eustachius, en honor a un prócer alquimista del siglo XVI; recordado por desarrollar no se qué compleja teoría. Eustaquio… ¿Eustaquio? ¿Este hombre tenía por pasatiempo arruinar la vida escolar de los muchachos que pasaban por entre sus folios?
Como andaba diciendo, mi día a día se debate entre sensaciones, entretenimientos y situaciones muy dispares. Sin ir más lejos, últimamente consumo un ensayo sobre las razones que justifican la afirmación de la violencia como un carácter innato del ser humano. Trata de destapar las causas de dicho comportamiento para, obviamente, buscar las soluciones pertinentes que consigan acabar con la violencia en el mundo (utópico, ¿no es cierto?). Y, por otro lado, ayer mismo estuve en una velada de boxeo. Adoro el Boxeo, el Kick-boxing, Full Contact, K-1, el “Tudovale”; pero no tolero otras formas de violencia que las meramente pactadas y acordadas, deportiva o sexualmente, entre dos personas.
Mi vida amorosa, por llamarla de alguna manera (aunque ciertamente es mejor que si me refiriese a ella como “Eustaquio”), ha estado compuesta por un sinfín de variopintas e infructíferas relaciones. Mi último amor se llamaba Clara; una azafata de la compañía “Vueling”. Ella es lo que, desde un punto de vista alejado, cualquier hombre podría desear: simpática, discreta, dulce, guapa como pocas…pero en la cama era sosa como un bocadillo de arroz cocido. Hasta el punto en que decidí sonorizar nuestras sesiones sexuales con discos de Miliki y Fofito (ignoro si conocen los lectores a éstos personajes. Son unos payasos que pueden hacer, según el interlocutor, más o menos gracia; pero les aseguro que sodomizar a una azafata de vuelo escuchando “Hola Don Pepito, hola Don José” es una experiencia sumamente divertida). Roberta, la antecesora de Clara, fue justamente lo contrario. Podría afirmar sin equivocarme en exceso que eran la noche y el día. Roberta es contable en una empresa de artículos de premamá. No muy agraciada físicamente, en absoluto; y sus temas de conversación eran tan o más insulsos que las posturas favoritas de Clara. Me daba vergüenza acudir a restaurantes y cafés con ella, no por su desagradable rostro (para quien no la conociera, pues yo estaba acostumbrado) sino por la estruendosa manera de contar las cosas, su risa amplificada y la extraña manía de sorber sus mucosidades descaradamente. ¡Pero por todos los santos! ¡Era perfecta en la cama! Congeniábamos de maravilla, y a todas horas. Sus propuestas y “juegos” casi me desgracian, llegué a perder un 5% de visión en el ojo izquierdo gracias a un preliminar a base de velas; pero todo el placer que he recibido gracias a ella bien vale ese 5%. Practicamos toda clase de perversiones (en el buen sentido de la palabra) eróticas: Ambas modalidades de ménage á troi, intercambios de pareja, dominación y sumisión, bondage, sadomaso, sexo en público, felaciones inimaginables, cunilingus interminables. Nos filmábamos en vídeo y pasábamos las cintas en las tertulias de sobremesa con los amigos. ¡Incluso llegué a probar el sexo anal! ¡Como pasivo! He de decir que, a priori, la idea de imaginar a Roberta absorbiendo sus mocos mientras me penetraba con un falo de goma rosa no me era del todo sugerente; pero…no resultó tan malo como esperaba, eso si, sin la mínima intención de repetir la jugada, sólo a modo de experiencia. Sería incapaz de recordar los múltiples disfraces que utilicé en mis relaciones con esa bándala para mantener la llama de la pasión encendida; mas un día se acabó (como casi todo en esta vida). Confieso, que la relación con Roberta fue más duradera que con Clara, quizás porque no dejábamos hueco a la rutina.
Cambiando un poco de tema, pues no quiero que piensen que únicamente dedico mis esfuerzos vitales y mi tiempo a explorar las costumbres afectivo/sexuales del sexo opuesto, no señor; me gustaría esbozar mi ocupación laboral. Pues, aunque algunos se resistan a creerlo, servidor es un currela de tantos. Es cierto que gozo de unas condiciones de trabajo envidiables, incluso por el mismo Registrador cuya madre debe estar retorciéndose en el más allá, pero es trabajo…a fin de cuentas. No obstante, me estoy arrepintiendo a pasos agigantados de desnudar mi alma a una perfecta panda de desconocidos. Me incomoda realmente. Así que, quizás, en otra ocasión encontremos otro momento para sincerarnos. ¿Les parece? Buenas noches.
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