El hombre compra su número de lotería y lo guarda en el último cajón de su cómoda. Pasan los días, el sorteo ya se ha realizado, mas él no se apresura en revisar su boleto. Prefiere divagar y gastar intangibles sumas en darle forma a tantos sueños, se ve sumergido en los mares tibios del Caribe y luego, retozando en las blancas arenas de aquel lejano litoral. Se siente libre, ufano, poderoso, no tiene apuro en develar esa hilera de números que –está seguro, por esa exactitud estadística- le señalará como uno más de tantos perdedores que con afán hebdomadario, gastan pequeñas cantidades o verdaderas fortunas en su afán de conseguir que la suerte se acuerde alguna vez de ellos.

Y si prisa alguna y con la certeza de despertar a la realidad, revisa varios días más tarde, los cartones que atesoraba en aquel cajón. Sin quejas, con gesto mecánico, los hace trizas y los deposita en el tacho de la basura, satisfecho, no por la derrota, sino por la cuantía de los sueños que dejaron un grato sabor en su espíritu soñador…