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Son las once de la mañana y debe ser mamá la que golpea así. Va a esperar que saque el cuerpo de la cama, me ponga las pantuflas, abra la puerta. Quizá proteste por la poca ventilación o esa mugre seca que imagina desde la puerta, amontonándose en todas partes. Por qué nunca entra, solo se limita a refunfuñar un buen día, a maltratarme con esa mirada ridícula, como si no acabara por reconocerme o me confundiera con otro. En realidad no la culpo. Yo también me quedo frente al espejo un rato antes de abrir la puerta y manotear el desayuno, me quedo frente al espejo, sin saber bien que cosa busco en la cara, que sombra o gesto hay de mí en esta cara gorda que me mira. Es que soy un gordo asqueroso, solito me doy cuenta. Ni falta hace que mamá me lo refriegue cada vez que golpea la puerta como una rompe pelotas, a las once clavadas de la mañana. Pero siempre me termino por levantar, siempre, pensando que debe ser mamá, que la vida nunca trae sorpresas, que yo no quiero sorpresa alguna que trate de tirarme la puerta abajo a las once de la mañana. Me interesan las facturas y el diario, solo eso, a veces alcanzarle el lazo de Laucha, que lo haga hacer pis, que sienta el aire de la plaza en el hocico.
Es mamá, no hay vuelta que darle. El pobrecito de Laucha gime: tampoco le gusta salir, se me ha acostumbrado tanto al encierro, al aroma de los papeles de diario que cubren la cocina que el exterior, como a mí, le da pánico. Acaso le moleste la luz, esa cosa sucia que demuele los objetos volviéndolos inusables. Pero mamá no comprende. Me mira con asco. Piensa que estoy gordo, que las estrías en los brazos son asquerosas, además las varices; que por lo menos tendría que sacar al Laucha, dar la vuelta manzana como un perro, como el mismísimo Laucha, perro viejo y tonto. Pero al rato mamá vuelve con la correa atada alrededor de su muñeca. El desayuno rico, comento por decir algo. Ella dice que sí, perfecto, me alegra que te guste, pero después se queda callada, como si no supiera que hacer conmigo.
No vuelvo a ver a mamá hasta el anochecer, cuando me trae la cena. El resto del día se pasa lento: meriendo, leo el diario, chateo, escucho un poco de música. Después dormito hasta la hora de mirar por la ventana, esa hora en que los veo. La parejita aparece a las seis clavadas de la tarde. Él, al que he apodado Ronnie, la lleva de la mano y caminan por el parque, dan unas vueltas y luego se sientan siempre en el mismo banco, enfrente de mi ventana. Ella parece un poco más chica, aún así debe superar tranquilamente los cincuenta. A veces lo abraza a Ronnie, le señala algo, un chico jugando en el tobogán o un árbol cualquiera y conversan, casi sin hacer ademanes. Antes de irse, Ronnie suele encender un cigarrillo, le acaricia una pierna a su mujer, después el pelo, a los cuarenta minutos ya no están. A mi creo que me atraen por la pausa que le brindan a mi letargo, como si la inmovilidad que me gobierna me brindara un tiempo muerto, una detención de la culpa.
Tengo que limpiar la porquería del Laucha. Me da reverendo asco y la porquería se acumula en los rincones o en el baño. A veces la voy empujando con el pie hasta el balcón, y queda ahí, maloliente. El Laucha es tan mugriento como yo, cosa que siempre dijo mamá. Tal para cual, la pareja perfecta. El bicho no es tan gordo, pero francamente es un pobre espécimen de perro. Por algo le puse Laucha: está medio cojo y es terriblemente vago. Hay ocasiones en que morfa acostado, todo sea por no levantarse, o anda por el departamento arrastrando la panza, con las patas traseras casi muertas, inútiles. Cualquier otro no podría ni comer ante la presunción de esa deformidad acostada a tan solo unos metros. La cosa es que tengo que limpiar la porquería de mi perro. Recién pensaba que bien podría tirar la caca por la ventana. A nadie le importaría. Acá me tienen como un lunático, nadie se atrevería a rajarme, pero, por sobre todo, le tienen un respeto enorme a mamá. Lo que sucede es que sería brutalmente gracioso esto de un pedazo de mierda cayéndole en la cabeza a una señora. ¿Te imaginás? Me parece que lanzaría una puteada rabiosa, un gesto obsceno hacia arriba. En fin. Imagino que limpiaré después de comer. En realidad no creo que tire la mierda hacia abajo.
Ahora que lo pienso, una cosa extraña son las manos. Siempre me llamaron la atención, quizá desde que mamá me contó que se enamoró perdidamente de las manos de mi padre. De ellos dos, me refiero a Ronnie y su chica, me entusiasma como el se enrosca en su vestido, o entrecruza sus dedos con los de ella. Me pregunto cómo serán mis manos, pero me cuesta trabajo identificarlas. Le tendría que preguntar a mamá, pero a ella no le interesan estas cosas. Hablando de ella, hoy no ha querido sacar al Laucha, dice que está meando sangre, que le da asco. Sencillamente no quiere. Yo no lo pienso sacar. No bajaría a la calle por nada del mundo. Ni siquiera por el Laucha.
A las once de la mañana mamá golpea. Hija de puta. Me alcanza el desayuno y el diario. Luego da media vuelta, sin mirarme. Me deja con la correa en la mano y con la palabra Laucha encastrada en el medio de la boca: el perro no se ha levantado: sigue meando sangre, cagando blando. Me tiene un poco triste. Creo que se muere. Yo no creo que un perro presienta la muerte, no creo, pero la verdad es que nunca se sabe. Eso debe ser terrible. El presentimiento digo, aunque tal vez, al envejecer, uno se va acostumbrando a la idea. O se cansa de las cosas, que es lo mismo. Pero el Laucha no puede saber nada del tedio, el cansancio, estas ganas de morirse de una vez por todas. La muerte ajena es una cosa muy distinta a la muerte de uno. Y el Laucha se me muere. Nada que hacerle. Y por si fuera poco sufre como un condenado. Me doy cuenta por los ojos, por ese dolor inyecto; también por la lengua, tan reseca y ajada.
Ahora va llegando lo que te quiero contar, todo el resto, lo anterior, es preámbulo, excusa para qué te des una idea del asco que me tengo. Que mi único divertimiento es una pareja que camina siempre a la misma hora y mi único compañero, el único que tengo, es un perro demacrado y moribundo. Este perro de mierda que se muere sin remedio. Y aunque no lo creas, aunque sea inmensamente difícil imaginarme a mí, a esta bestia, tengo ganas de llorar. Si se muere el Laucha yo me pudro. No tengo más que el Laucha, sencillamente no tengo otra cosa: no tengo madre, no tengo amigos, acá está siempre tan oscuro que uno no logra estar seguro de nada.
Si, tenés razón, prometí contarte. El Laucha comenzó a gritar bien entrada la madrugada. Supongo que hasta los vecinos lo oyeron. Hay veces en que sueña con dios sabe qué, es que no imagino que puede soñar un perro, la cosa es que sencillamente sueña, se pasa un buen rato gimiendo, hasta que le grito Laucha y se revuelve en su colcha. Pero anoche comenzó a gritar distinto, a sufrir a gritos, no sé explicarte. Yo no supe que hacer. Lo levanté como pude y lo encerré en el baño. Después cerré la puerta. Lo dejé así el resto de la noche, sufriendo, arañando con las patas la madera de la puerta.
Mamá llegó como siempre a las once de la mañana. Se espantó con esos gritos harto cansados, que no eran aullidos ni nada, gritos te digo, que nunca oí salvo en esas películas de guerra, aunque no eran lo mismo. Mamá entró con mucho miedo, como si algo le ordenara que sí, que esta vez bien podía entrar al departamento. Y me miró con ganas, sin repulsión, como si en verdad quisiera al perro o me quisiera a mí. Luego, muy despacio, los dos entramos al baño. Ahí estaba. Sencillamente ahí: con el estómago inflado y acurrucado en un charco de sangre seca. Entonces mamá se puso a llorar, así como así, de la nada se puso a llorar. Es que estaba vivo, aunque ninguno podía saber como seguía vivo este animal de mierda. Ella no quiso preguntar cómo fue que lo había encerrado en el baño, cómo era posible que un gordo hubiera hecho algo como eso, yo, este gordo, con el perro que tanto quería. No lo dijo pero sé que lo pensó. Por eso se fue corriendo al rato, enferma de espanto, cuando se le ocurrió que ya no había perdón, que ya estaba podrido, completamente podrido de pies a cabeza.
Es estúpido pero volví a quedarme tildado. La puerta del departamento abierta. El desayuno abandonado en el mueble de la cocina. Como el Laucha se había quedado tranquilo lo dejé en el baño, agotado de sus gritos inútiles. Después hice lo de siempre. Ese día fue en verdad terrible, el más terrible que me tocó vivir. Cuando comenzó de nuevo me decidí a llevarlo. La idea me llegó como una descarga a la cabeza, no se bien cómo, de una forma fugaz, con una potencia distinta, como si ahora pudiera, como si las cosas fueran de pronto demasiado claras para ignorarlas. No sabía donde. Sacarlo nomás. Cuestión de preguntarle al encargado. Entonces lo levanté sofocado entre gemidos, temblando como la gran puta, y lo envolví en la cortina amarilla de mi dormitorio. Y después de no se cuántos años tomé el ascensor y salí del edificio.
Ni una sola vez quise mirarlo a los ojos, tenía el pelo pegoteado, los músculos rendidos, una baba verde que le goteaba a través de la espesura de la lengua. Tenía trozos de lágrimas hundidos en el hocico, un caminito de hormigas, algo por el estilo. No quise mirar más. Como te contaba, tampoco quise mirarlo a los ojos, algo me indicaba que, de mirarlo, el recuerdo de esos ojos me desbarataría el cuerpo. Que entonces ya no podría rearmar mis restos. El encargado miró con temor. Quiero decir que miró el bulto ensangrentado, o tal vez a mí, y en verdad se espantó. Dijo que pediría un coche, que a unas pocas cuadras había una veterinaria.
Como el coche no llegaba decidí caminar. Si me preguntás que sentí en ese momento con el Laucha a cuestas, andando afuera, no sabría que decirte. Puede que no haya sentido nada.
Crucé la calle, yendo para el lado de la plaza, pensando que es mas corto, que por el medio se llega más rápido a la avenida. Sentido común. Claro. Pero me olvidé de un detalle. Ese detalle. El que ahora pensás. Es que los dos estaban ahí, sentados en una banca, Ronnie y su chica. No sé si me miraron. Puede que sí. Y si lo hicieron fue con vergüenza. Como si todo este tiempo me hubiesen estado esperando ahí nomás, como si posaran, cada tarde, para que mi vida fuera aún más patética. Comprendí que en esa mirada terminábamos de humillarnos, pensé también que todos estos años no fueron reales, que con ellos no podía construir una sola palabra. Tan sencillo y brutal como eso. Así que los miré embobado un cuarto de hora, sintiéndolos tan cerca, tan hermosos los dos, hasta que el Laucha se quedó bien quieto, hasta el instante mismo en que la pata izquierda dejó de temblar y quedó colgando sobre mi pecho.

Texto agregado el 09-05-2007, y leído por 1431 visitantes. (22 votos)


Lectores Opinan
22-09-2009 muy bueno! logró atraparme aunque no soy muy afecta a leer en la compu morganayorugua
10-09-2009 Te descubro tarde; me puse a leer. Tuve la impresion de estar leyendo una carta...¿es solo una impresion?? Aunque es algo triste,me parece genial.Te dejo un beso y mis 5* mystica_1503loquequedadem i
07-08-2009 Cada palabra tan bien dicha.El texto insaciable y buen entendedor... Me gusta tu poesia... Ro_Romantiko
03-04-2008 El principio me recordó un poco La conjura de los necios pero al ratito toma ritmo y voz propia. El cuento es impecable, pero como amante de los animales que soy me causó una pena profunda. Se dejan estrellas? pues ahí te dejo 387. colomba_blue
28-03-2008 Oh... yes! Aristidemo
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