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Tenía una figura delgada, poco fibrosa y sin musculatura, lo que denotaba su falta de interés en prácticas deportivas. Era de estatura un poco más alta que el promedio de los jóvenes de su edad, aunque no tanto como para ser encasillado como alto. Las piernas a la altura de las rodillas estaban levemente curvadas hacia adentro, lo que le daba un caminar disparejo y hasta casi gracioso, lo bueno es que él no se daba cuenta o no le tomaba asunto.

En contraste, su rostro era delgado, con una nariz también delgada y perfilada, casi respingada y de bella forma, tipo perfil de estatua griega, como a él le gustaba describirla. Su pelo era color castaño oscuro, muy delgado y con un brillo natural, si bien él no era muy asiduo al lavado semanal de cabeza. Su tez era blanca, pero tostada, lo que hacía difícil definir su colorido real aunque sus extremidades revelaban una piel de extrema blancura.

Frente amplia, cráneo bien formado. Ojos grandes, de color café claro con forma redonda algo alargada que sumado al brillo de sus pupilas le otorgaban un talante de gran viveza. Las gruesas cejas conformaban finalmente el semblante total que tenía un aspecto muy agradable de ver, quizá con algo de belleza clásica masculina, pero que lo favorecía mucho y ayudaba para ratificar su imagen de hombre soñador y un poeta en ciernes.

Las cejas no se juntaban entre sí y su extensa frente le confería a su fisonomía un aspecto despejado. A su vez, las frondosas cejas al estar curiosamente ordenadas le otorgaban un aire de masculinidad incipiente para su edad, que contrastaba un poco con su serena fisonomía. Con todo, su persona denotaba una gracia y elegancia natural, muy particular y espontánea para alguien tan joven, condición que ni él mismo se daba cuenta pero que los mayores sí lo notaban.

Las pestañas eran medianamente largas y bastante tupidas, dándole también un aire romántico y soñador cada vez que entrecerraba sus ojos ante una meditación, duda o inquietud de cualquier índole. Este hecho se le había hecho un hábito y se acentuaba cuando estaba rodeado de un círculo femenino. Sin darse cuenta, instintivamente, lo repetía a menudo pues internamente algo le decía que eso gustaba al sexo opuesto. Esto no era coquetería en absoluto, vanidad quizá, aunque lo cierto era que a esa edad solamente pensábamos en autos, deportes y mujeres mayores, ya que en esta etapa nuestras hormonas estaban en plena maduración y la libido se hacia presente intensamente y muy a menudo.

Las niñas de nuestra edad salían con otros muchachos mayores y nosotros no nos sentíamos muy a gusto con niñas de cursos inferiores pues todavía eran muy niñitas. Con todo, Eduardo no hacía mucho cuestionamiento de eso y trataba con todas, lo que le valió un mote típico del código masculino porque él “disparaba de chincol a jote”.

En síntesis, nuestro círculo social femenino era bastante reducido aunque siempre había niñas por las cuales suspirábamos e invitábamos al cine para ver si lográbamos el máximo premio que era tomarle la mano durante la función. Igualmente, en las fiestas, llegábamos al cielo cuando se podía bailar cheeck to cheeck y no sentíamos la odiosa y frecuente palanca femenina. El Príncipe en esta lid social era un poco tímido y se limitaba a conversar con niñas que estaban sentadas, fuesen ellas feas o bonitas, aunque muchas veces le apuntaba y lograba conversar y también bailar con una de las bonitas. Lo que él deseaba en realidad era dialogar y como gustaba mucho de la poesía, sobre todo la de Gustavo Adolfo Becker, sus comentarios lindaban un romanticismo exagerado pero que enternecía a sus oyentes. Al parecer su técnica era dejar que “su fama lo precediese” para entrar luego con más fortaleza en una etapa conquista, ya fuere con la que había hablado o con alguna de sus amigas.

El apelativo de Príncipe se lo otorgó mi madre, como expresión de cariño ante el aire soñador que denotaba y, sobretodo, por su caballerosidad. Eduardo en cierta forma estaba contento con su nuevo apodo e intensificó su aire soñador si bien participaba de lleno en nuestros juegos o códigos masculinos, diametralmente opuestos a su actitud principesca beckeriana.

No era alegre pero sí optimista, pensaba más en lo ideal que en lo concreto y hasta alguna vez atribuyó a la niña de sus ojos los atributos de una Beatriz o Dulcinea. La brecha entre realidad y sueño conspiraba contra él; no obstante, en su otra faceta, cual Jano bifronte, la libido hacía presa de él al igual que lo hacía con nosotros y buscaba nuestra compañía para salir a buscar minas en la noche. Afanosamente llamábamos a un amigo que podía pedir prestado el auto a sus padres o, por último, sacarlo sin permiso a escondidas. No prendíamos el ruidoso motor y lo empujábamos entre todos fuera del garaje. Luego, bastantes metros alejados de la casa nos subíamos al auto felices y contentos. Eduardo no participaba de estas maniobras, pero sí usufructuaba de su beneficio y era imposible bajarlo del auto hasta que no emprendiésemos rumbo en pos de minas que no eran tan remilgadas o cortadas como las de nuestro círculo social.

Todos nos imaginábamos anticipadamente un panorama de feliz jolgorio, lo que en la práctica casi nunca sucedía si bien el afán puesto en la tarea nos hacía sentirnos contentos porque habíamos deambulado y conversado con algunas minas en lugares desconocidos o poco frecuentados. Más de una vez nos pegábamos el ensarte con una prostituta y en una ocasión con un travestií, cosa muy poco usual en aquellos años, exceptuando a los que se veían en la calle San Camilo o en la mentada, pero desconocida para nosotros, boite La Carlina.


Posteriormente no lo vi por varios años pero un día llegó de vuelta a Santiago, casado, con dos hijas, y se estableció aquí. Volvimos a tener una relación de amistad como la de antaño aunque ahora su carácter soñador se había desvanecido completamente. Era el vasco típico, avecindado en Chile, con todo su carácter, terquedad y modos estaba presente en él. Por algo Don Miguel De Unamuno dijo que los vascos habían hecho dos cosas buenas en su historia: La Compañía de Jesús y Chile. (Torcuato de Luca) Sin embargo, conmigo siguió siendo el mismo y lográbamos tener conversaciones muy placenteras para ambos aun cuando nuestros intereses de hoy eran muy diferentes a los de antes. A pesar de todo manteníamos esa variada mezcla de enfoques, prioridades y valores comunes que marcan como una impronta y por ello no hubo inconveniente en seguir considerándonos como hermanos, al igual que siempre.

Hoy, El Príncipe ya no tiene reino ni reina, vive en un país extraño para él, pero ha vuelto a soñar. No obstante sus sueños van más por el camino de “en busca del tiempo perdido” que por la búsqueda de nuevos horizontes. Está inmovilizado en un pasado feliz y no quiere moverse de aquél porque allí se siente protegido, querido y acogido. Vive para chatear y trabaja para comer. ¡El Príncipe ha muerto, viva el Vasco!

Texto agregado el 09-05-2007, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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