La carretera se extiende hacía el horizonte, llana, sin rectas, preparada para seguirla más y más rápido. Me acerco a ella y miro a lo lejos, fijo mi mirada donde el cielo abraza al suelo y echo a correr. ¡Rápido! Extiendo mis brazos y corro como nunca antes lo había hecho. ¡Más rápido! Los árboles se deslizan sin pausa a mi lado, dejo los campos atrás. ¡Vuela! Mis pies se alejan del suelo, mis ojos se alzan hacia las nubes. Despacio al principio, más rápido después, hasta ascender a un ritmo vertiginoso. Muy abajo queda ya la tierra y dejo de subir por un rato. Compito con las aves en su reino antes prohibido a los míos. Viajo junto a los patos rumbo al sur, cazo con las rapaces más veloces de todo el firmamento y cruzo los mares acompañado de las gaviotas y los pelícanos.
Siento el viento, las corrientes calientes y frías, ascendentes y descendentes. Me uno a una de ellas y vuelvo a subir para abrazar las estrellas. Mis alas cortan las nubes, no alcanzo a ver la punta de mis dedos, la niebla me rodea por todos lados, arriba, abajo, izquierda, derecha, delante y detrás. Mi ropa queda impregnada de diminutas perlas de agua. Al fin dejo atrás la espesa capa de nubes y contemplo una de las más hermosas escenas de este bello mundo que poco a poco va muriendo. El inmenso cielo se abre ante mi, contemplo las estrellas y la Luna gobernando entre ellas. Bajo mi se extiende un infinito manto de blanco algodón, lejos, muy lejos se percibe como se curva siguiendo el contorno de la Tierra. Una paz inmutable se alza sobre el abismo que tengo debajo, una calma tan solo interrumpida por alguna estrella fugaz o por un trueno perdido entre las nubes.
Continúo volando, sin rumbo que seguir, sin destino que alcanzar, tan solo encontrar un lugar que no esté mancillado por la presencia de algún humano. |