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Puntos suspensivos
Esperarla es más cruel que enfrentarla


Llueve hace frío, pocas luces quedan encendidas en los edificios cercanos; sin embargo, como todas las noches cumplo puntualmente con mi cita, mi condena y único anhelo, irónicamente, el motor de mi vida.

La lluvia acelera su paso y me quedo sin testigos en el claroscuro del callejón. Sutilmente oigo el silencio de la noche, conversaciones lejanas y sin sentido de la cruel realidad diaria.

Esporádicamente cruzan los autos ignorando mi presencia. Camino un poco al final de la calle y me resguardo bajo la luz amarilla de un viejo faro que se erige desde el río de concreto que ha dejado húmedos mis pies y mis pensamientos.

Lucho contra los misiles de agua que se estrellan en mi rostro y agotan mi paciencia; lucho por encender un cigarro que me ayude a esperarla.

Acudo a mi memoria para que me acompañe en la espera. En mi mente cobran vida los papeles salpicados de rojo y únicos presentes en el desafortunado final de mi única historia de amor; aún está fresco en mi olfato de su sudor mezclado con el mío, extraño cóctel de pasión que no podía tener futuro. Todavía retumba en mis oídos su último suspiro, más potente que los gemidos previos a su muerte.

Un extraño murmullo me trae de nuevo a esta noche húmeda, una breve figura gris que atraviesa la calle y se esfuma en una rendija del andén.

Quisiera que ese fuera un presagio de su llegada, pero inconcientemente el sonido de la lluvia en las ventanas me regresan a aquel momento en el que el fuego de su cuerpo se extinguía rápidamente entre mis brazos.

Aquella noche también estaba cubierta de agua y solitaria, sin ojos delatores, ideal para olvidar en bolsas negras a esa única mujer. Abro los ojos y me sorprendo dibujando su silueta sobre una vieja pared abusada por aerosoles negros de una pandilla de igual color.

Caigo en la cuenta que nunca aprendí a olvidar. No sirvió servir mil veces mi copa ni llenar de colillas mi escritorio. Muy poco ayudó el desahogarme con la tinta y el papel, casi siempre saturados de conciencia.

Es increíble tener el poder de crear historias, darles vida, asignarles un tiempo y matarlas con un punto final, pero no poder terminar la historia de mi vida, la que se escribe día a día en el calendario.

Frustrado y empapado, no sé si de lluvia o del sudor que produce la angustia, me siento sobre la acera y llevo las manos a mi cabeza, como queriendo sacudir mis culpas.

Por fin escucho unos pasos acercarse, la marcha de unos tacones dobla en la esquina y penetran mis oídos. Me pregunto si será ella y descubro el miedo que juraba ausente en mí.

Una silueta delgada, protegida por un paraguas, aparece en la esquina; me levanto con un disfraz de valor, pero al verme, asustada por mi movimiento repentino, sigue de largo. Ahora, aquella marcha se oye alejándose con afán. No era ella, mi espera continúa.

Respiro suavemente, aliviado por su ausencia, pero ansioso por la postergación de mi descanso. El tictac de las gotas, como si fueran un reloj de agua, me aterrizan en mi terrenal desgracia.

Al mismo tiempo recuerdo las noticias de esos días posteriores a mi gran noche pasional, esas que relataban el atroz asesinato de una joven mujer anónima por la que nadie había preguntado antes y nadie preguntaría después.

Incluso aquellos periodistas inquisidores de la verdad, que se aventaron a promulgar la posible aparición de un descarnado asesino en serie, alertando a las jóvenes de la ciudad, esos mismos la olvidaron.

La olvidaron las mujeres asombradas que encontraron por unos días temas de conversación de tienda con sus vecinos, además de excusas para cohibir a sus hijas del placer nocturno fuera de casa.

Que envidia. En cambio yo la recuerdo al despertar y ver mi reducido cuarto lleno de tazas de café vacías y libros abiertos al azar en capítulos sin respuestas a mi dolor.

La bocina de un auto antiguo, a un par de cuadras, desvanece mi memoria. Me doy cuenta que la lluvia ha cesado y que son mis lágrimas las que ahora me empapan. Sigo sobre la acera, pero ahora recostado sobre la pared, con una pierna plegada para dejar reposar mi diestra, la misma que ha hecho volar versos y párrafos enteros llenos de vida.

Al parecer esta noche será otra más; no sé cuanto tiempo haya pasado, mucho o poco, igual sé que hoy tampoco vendrá, así como las noches de estos últimos siete años.

Me levanto algo adolorido y congelado. Tiro con rabia el cigarrillo mojado y miro al cielo tratando de escuchar alguna voz divina que me diga cuándo; cierro los ojos, respiro profundamente y empiezo a a caminar de regreso a mi departamento.

Mientras ando, pienso en mi agenda de mañana. Debo hablar con mi editor, pues pronto será el lanzamiento de mi última novela, que hasta ahora ha recibido buenos comentarios. Aquellos críticos me felicitan y auguran un nuevo éxito, sin saber que no es otro escrito de ficción, sino mi biografía.

En fin, la vida continúa para mi desgracia, infortunada rutina hecha tortura. Pero igual seguiré acudiendo cada noche a mi cita postergada, mañana volveré a este solitario callejón esperándote, anhelada muerte.

Texto agregado el 08-05-2007, y leído por 116 visitantes. (1 voto)


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