El lamparín del embrujo reanimante
Todo lo que supe durante mucho tiempo fue el mecanismo perfecto de encender el lamparín quince o diez minutos antes de la medianoche –sólo había que raspar el cerillo en la cajita y levantar el tubo de vidrio y, listo, quedaba feliz en medio de la oscuridad, feliz hasta donde alcanzaba su poder de inundación luminosa-; hasta una época en que durante cinco meses no hubo tráfico de combustible alguno, por cuestiones de precios elevados y esas cosas, y entonces las mechas de nylon, que había que cambiarlas más o menos cada dos semanas y media, y los lamparínes de todas las demás casas, y en especial la que le daba vida a mi cuarto, resultaron sin utilidad, inservibles.
La gente empezó a emplear muchos otros métodos de encendido, sin que por ello perdiera el mismo beneficio, pero en mi caso ningún otro medio resultó tan eficazmente luminoso y reconfortante como cuando todo se sentía natural, como antes de este perjuicio, quiero decir.
Mis noches no eran las mismas; había que llegar más temprano para aún así descansar casi en medio de una infinita oscuridad, porque las velas, ocasionalmente traídas de la ciudad, eran delgadísimas y se consumían con tanta rapidez que ya no quedaba ni dinero para ir a buscarlas, y las tiendas, como sucede siempre, aprovechaban esto: la gran demanda del momento. A menudo, incluso, había que improvisar fabricando velas caseras con la cera derretida y un poco de cuerda de lanilla, aunque no siempre era posible, sobre todo por cuestión de tiempo, pues trabajaba hasta empezada la noche.
Fue cuando se me dio por extrañar tanto aquella luz cálida y abrazadora del lamparín que iluminaba el espacio más oculto de mi vida y, sólo entonces, y a pesar de todo, estuve decidido a lanzarlo por la ventana a cualquier mercachifle numismático de aparatos inservibles, si es que los hay en un lugar como este, y lo hubiera hecho de no ser porque descubrí algo muy prodigioso: tenía vida. Sí, vida propia.
Al principio todo resultó fantástico, increíble, hasta un tanto estremecedora, diría yo, porque no regresé a mi habitación durante dos semanas enteras; sin embargo cuando lo hice, tuve la discreción de no acercarme demasiado a su lumbre y de no mirarle ni siquiera de reojo, a menos que, claro, mi resistencia no pudiera más con la curiosidad, como en efecto sucedió: quería descubrir el gran o el simple mecanismo que operaba en su interior: ¿Cómo encenderse por sí mismo, sin la mano de nadie?; y en todo caso, ¿por qué había decidido despertarse sólo hasta ahora?, cuando ya estaba a punto de... Fue algo sumamente irresistible.
Y así, sin pensar en nada más que en eso, es decir el querer descubrir esa insólita vida, fui cediendo lentamente y sin darme cuenta a su magistral encantamiento, a su tentadora luz, hasta que un día tuve la certeza de que ya no era más una cosa insólita y de que no tenía para nada la maldición de alguna hechicera errante, como quizá pudieran especular por ahí, si no de que era el mismo lamparín común y corriente que me había acompañado desde hacia tres (a decir verdad, desde siempre) en los buenos y malos momentos de mi autónoma existencia.
Por tanto, no era raro entonces descubrir que se supiese todas las historias que ocurrían dentro de la habitación, como tampoco sería raro, en adelante, comprender que comprendía también mi soledad, mi alegría y los momentos difíciles, y a veces tristes, por los que me tocaba pasar; en unas cuantas palabras, se sentía plenamente parte de mis días.
En las semanas frías y grises que luego acontecieron, aprendí a querer mucho esa luz ostensible, pacífica, acogedora y para nada inquietante; en cuanto se encendía, cada cosa y cada rincón hasta donde alcanzaba a gobernar su luminosidad dorada, relucía mágicamente de entre las tinieblas y hasta reanimaba mi acongojado espíritu.
Mucho después, cuando las cosas se restablecieron del todo, las mechas y el combustible fueron relegados de su funcionamiento, y esto fue para siempre, incluso no era necesario sacudirle algún polvillo de casa a menos que él mismo te lo pidiera a favor –era parte de su naturaleza ese grado admirable de educación-, y esto ocurría a las quinientas por no decir casi nunca. Es normal que con el uso y el paso del tiempo los lamparines vayan quedando como trastos en desuso listos para subir al paraíso del desván, pero el que tenía en casa era totalmente distinto; cada vez que lo veía lo encontraba, por el contrario, más reluciente y más animado por seguir siendo más que útil mientras existiese la inacabable oscuridad.
...Por eso, esta noche que siento un frío intenso y también cierto miedo, miedo que es singular, profundo y patético, como nunca antes había sentido, él y su luz están conmigo para ampararme de los fantasmas verdes y miopes que andan peregrinando en estos tiempos de fiestas celebratorias en honor de ese ángel negro que no es otro que Pedro Botero y sus secuaces del mal.
Nadie conoce este increíble secreto, nadie salvo Janny, quien a fuerza de querer y no querer me ha contado cómo sucedió su propio descubrimiento. En todo caso, ahora sé, y aunque ella se haya negado a reconocerlo, que era ese el motivo por el que dejó de rondar mi recinto, como siempre lo hacía mientras dormían sus padres, durante varias noches seguidas. En fin, esto es lo que mal que bien logré entender:
Fue una de esas clásicas noches de luna llena, de luna llena pero a cielo relativamente nublado y que a veces nos dan un aspecto de tenebrosidad cuando el viento empujando las nubes nos dejan ver intermitencias de luz y oscuridad. No recuerdo si yo ya había llegado (lo más probable es que no) o si me había quedado profundamente dormido. Lo que si sé es que Janny llegó a mi cuarto y estuvo llamándome a través de la ventana varias veces y, al no oír ningún eco a su llamado, pensó que adentro no había nadie y decidió entrar a la habitación. «Al abrir la puerta, porque ella sabía el truco para hacerlo y así lo refirió, sentí que el inmenso peso de la oscuridad encerrada se desbordaba sobre mí». «Te asustaste, ¿verdad?», le dije. No contestó. Sin duda debió de sobrecogerse cuanto menos un poco, pues tampoco se animó a cruzar más allá del umbral y más bien estuvo tentada a volverse a su casa desilusionada, tranquila y a la vez renegando de mi tiempo para con ella, como más tarde me lo iría a reprochar; pero entonces, el lamparín que descansaba sobre el pequeño mostrador se encendió, así de pronto, y ella se estremeció con un aire todavía natural, mas cuando empezó a oír una voz extraña, sosegada y casi celestial, ella, Janny, se espantó de inmediato y salió más disparada que el ratón al gato y no quiso ir a buscarme más.
«No, ni lo sueñes», dijo, varias noches después y todavía con cierto temor, cuando quise saber por qué no quería venir conmigo. «¿Qué es esa cosa que tienes en tu cuarto?... No, me da miedo».
Tuve, por una necesidad de afecto, que contarle toda la verdad. Fue la primera que se enteró, y como ella aún confía –o confiaba, ahora no lo sé- mucho en mí, supo comprender que hay algunas cosas increíbles en las que se puede creer. Sin embargo, no hace cosa de nueve o diez día atrás, y aunque me había prometido no contarle a nadie más, parece que no pudo con nuestro secreto y se lo contó a su hermana, a su amiga y así, sucesivamente, hasta que la noticia de que yo tenía en casa un lamparín que ellos denominaron ‘prodigioso’ o ‘hechizante’ se fue esparciendo de uno en uno como un hilo conductor de pólvora encendida.
...Por eso, ahora que acabo de mudarme de casa, porque no soporté más el acoso de todas esas personas ambiciosas y maledicientes que son como fantasmas, siento un frío intenso y también cierto miedo, miedo que ha entrado en la comprensión de mi querido lamparín, miedo que hace que él y su luz se queden durante el resto de la noche a cobijarme en su mágico candor luminiscente. Y aunque Janny vuelva a llamarme, a prodigarme perdón, ya no será
lo mismo.
Si desde mañana alguien en este nuevo lugar me pide que le cuente algo, le diré que tengo en mi cuarto un lamparín vivo y prodigioso y mágico, ¡no voy a negarlo! «¿Pero, cómo? ¿Qué es eso de prodigioso?», me preguntarán. «Que tiene vida propia», les contestaré yo. Y cuando digan que no creen en esas cosas y que prefieren verlo antes de creerme, yo no les mostraré nada, nada de lo que es absolutamente nada, a pesar de que luego me tomen por un loco.
Fin.
F.R.Gafult
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