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Cuevas se dio cuenta que en modo alguno llegaría a Pomán antes del anochecer. Había perdido demasiado tiempo en lo de Quijada, entre cartas y caña, y ahora el sol se escapaba tras las montañas, encendiendo de oro sus bordes. No tardó en caer la noche. La luna tiñó de gris la inmensidad terrosa del valle, alargando los arbustos en sombras negras y retorcidas. Cuevas, con los sentidos embrutecidos por la caña, dio un respingo al escuchar un bufido cercano. Afiló la vista y se topó con los ojos grandes y amarillos de un lechuzón, que lo miraba desde el hueco de un árbol reseco. El pájaro agorero lanzó un graznido largo y lúgubre y se perdió en la negrura. Cuevas se estremeció, porque el encuentro no presagiaba nada bueno. Sin embargo, le había servido para espabilarse y enfocar los sentidos en no perder el rumbo. Andar a esa hora por esos pagos era invitar a la desgracia, que bien podía manifestarse como un puma solitario, o con el pingo con una pierna rota por una vizcachera traicionera. Rumiando estos temores estaba Cuevas, cuando una presencia extraña vino a llamar su atención. De pie, dándole la espalda, una mujer parecía sollozar quedamente, apenas unos metros adelante. Vestida enteramente de negro, excepto un blanco chal sobre el que se cortaba una melena azabache, era una aparición imposible en esas soledades. Y es probable que Cuevas, en otra circunstancia, del todo dueño de su inteligencia, hubiera optado por espolear el caballo y salir al galope de allí. Pero no, se acercó a la china, cuya piel era más pálida que la propia luna, para ofrecerle ayuda. Al escuchar su voz, la muchacha volvió hacia él un rostro de una belleza como Cuevas no viera en su vida. La joven parecía presa de una indecible tristeza y Cuevas se preguntó si habría sido ésta la causa de que se lanzara a caminar sin rumbo por el valle desierto. Sin mediar palabra, la joven montó, rodeando al jinete con sus brazos largos y fríos. El pingo se encabritó no bien la mujer estuvo sobre él, relinchando inquieto, y fue entonces en un espasmo de lucidez, cuando Cuevas recordó los relatos de jinetes y puesteros. Se volvió, lleno de horror, para encontrarse con dos ojos que ardían como ascuas del infierno. Cuevas sintió que los brazos de la mujer se transformaban en un cerrojo helado y mortal. Una carcajada atroz espantó a los seres nocturnos del valle. |
Texto agregado el 08-05-2007, y leído por 718 visitantes. (0 votos)
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