Llegué a lo de Labarrén con unos minutos de retraso, pero él estaba tan excitado que ni se dio cuenta de mi impuntualidad. Aturdiéndome con una catarata de entusiastas especulaciones científicas, me condujo al altillo que siempre había utilizado como laboratorio. En el centro de la habitación se levantaba, imponente, el resultado de arduos años de investigación. Un artefacto extraño, todo acero, vidrio y cable, que Labarrén me presentó como su “máquina del tiempo”. Y yo, me explicó, iba a ser el privilegiado testigo de su estreno. Debería registrar por escrito y en video aquello que viera y escuchara. Sin más explicaciones, y demudado por la emoción, Labarrén se introdujo en aquel artefacto que, una vez cerrado, me recordó vagamente a una cápsula submarina. Operó la computadora que había en su interior, y la máquina empezó a zumbar. De pronto, un sonido agudísimo llenó todo el espacio de mi cerebro, al tiempo que me enceguecía un destello imposible. Cuando volví a abrir los ojos, el cuarto estaba desierto, sin señales de Labarrén y su ingenio tecnológico. Sin embargo, por el aparato transmisor me llegó su voz, tan clara como si estuviera allí: “Es maravilloso, atravieso los eones, viendo el mundo mutar como si fuera una película acelerada, las civilizaciones se construyen y caen, los hombres son reemplazados por máquinas…”. Hubo un breve silencio. Labarrén otra vez: “No había contemplado esta posibilidad, el tiempo tiene pliegues y alternativas, me desvío a través de ellas como si fueran espacios físicos”. Tras un nuevo silencio, esta vez más prolongado, la voz de mi amigo, cargada de pavor: “¡Dios! El tiempo es cíclico e infinito, sin principio y sin final, un laberinto sin salida”.
Nunca volví a ver a Labarrén.