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No le sorprendió cuando le comunicaron escueta e impersonalmente que estaba despedido. En las desvinculaciones se valían de diversos y manidos eufemismos para notificar estas resoluciones. Gerardo quedó incluido en las lista de los prescindibles, de aquellos considerados desechables. Como había cumplido su ciclo laboral antes de lo previsto, le quedaba todavía otro más importante por ejecutar; el propio, su paso final, el que le reportaría la felicidad que anhelaba desde hace mucho tiempo.

Realizaba su trabajo con relativo agrado aunque jamás lo consideró como un aporte para sí mismo. Su inquietud oculta se centraba en la existencia misma, trataba de desvelar la esencia de la vida allende la apariencia. Pese a no ser muy estudioso en su juventud y en su temprana madurez, con tesón autodidacta fue investigando los temas que le interesaban.

Mientras el dinero de la indemnización fuese suficiente se le toleraría que no buscase con afán un trabajo, pero en breve plazo este solaz tendría un abrupto fin. Pronto su familia empezaría con callados reproches hasta que su angustiada esposa llegaría a la franca reconvención por su desinterés económico. La queja por su temprano abatimiento e indolencia dejaría traslucir un dejo de tristeza y amarga desilusión, que cada día sería más difícil de reprimir. Su persona y carácter estarían en entredicho, algo impensado años atrás. Al poco tiempo, la presión familiar se intensificó, y los diálogos recriminatorios eran casi todos los días.

- Tú jamás fuiste así. ¡No puedes darte por vencido a la primera!- le manifestó cautamente su esposa, tratando de que su molestia no se le notara en demasía. Mas le era imposible entender que estando él relativamente joven aún no se moviera para buscar cualquier ocupación. Algo qué hacer.

- No te preocupes Liliana, trataré de hacerlo a la brevedad - respondió un afable y predispuesto Gerardo.

- Es que te veo pasivo, casi indolente, como si nada te importara- contrarrestó molesta.

El día menos pensado me verás con empleo, sólo te pido que me esperes un poco ya que para un cincuentón como yo los puestos escasean - ratificó para tranquilizarla.

¡Tanto Alboroto! ¿En qué mundo vivía esta mujer?, se preguntaba. A su edad y con una profesión no valorada en el mercado tendría que matar a alguien para conseguir trabajo, rebatía en silencio. Faltaban cuatro años para presentar su expediente de retiro, entretanto solo cabía esperar, aunque el mundo se le viniese abajo. ¡Condenada edad, era demasiado viejo para encontrar cualquier puesto aunque en teoría lo incluían dentro del mercado laboral! Éste era un círculo vicioso, no lo contrataban y al mismo tiempo lo criticaban por el hecho de estar cesante. Era un absurdo y caprichoso juego del azar, objetaba contrariado.

No dejaba de sorprenderle la actitud de su círculo más cercano que no captaba ni comprendía cuál podría ser su estado de ánimo en este crucial trance. No había lugar para la exacerbación ni la desesperación personal, la situación era un hecho cotidiano que les acaecía a todos los hombres de su edad; por ello, Gerardo no tenía ningún interés por intentar algo fallido de antemano ni menos de amargarse gratuitamente. Al principio su familia y amigos lo contemplaron con cierta conmiseración mas con el pasar del tiempo cambiaron su actitud, y no disimularon más su evidente fastidio. Algunos ya ni siquiera se molestaron en conversar con él. ¡Se cansaron de tantos miramientos por alguien que no se preocupaba de su estado!

Salía temprano de su casa para no molestar ni perturbar la rutina matinal de su hogar y se refugiaba en una plazoleta cercana. No era extraño que se sintiera ajeno a esos rituales domésticos, nunca había estado allí durante la mañana de un día laboral. Tenía una excelente salud y jamás se enfermó durante sus largos años de trabajo. Le convenía más estar ausente en aquel incómodo horario. De esta forma sólo lo verían a la hora acostumbrada. Pasaba horas reflexionando, sentado en un antiguo pero remozado escaño de hierro, con pintados tablones de madera, desde donde observaba todo el colorido panorama de la plaza. Los viejos árboles de grueso tronco, con frondoso follaje, sus floreados jardines, sus verdes prados, y su ostensible tranquilidad, le otorgaban al lugar un inusual aire de paz que invitaba a la lectura y la meditación

Estaba sin trabajo y ésta era su única ocupación. ¡Qué fastidioso era el apelativo de cesante y sus secuelas! La persona se consumía, quedaba reducida a un estado de suspensión, arrojada de su entorno. Sin dirección ni trazado, yerto sin saber qué hacer y tan rígido como un cadáver social. No se le permitía disfrutar de un merecido descanso para pensar en sí mismo; hoy todo era un vertiginoso ocio negativo que impedía la tranquilidad del ser. Ésta era denostada y combatida. Nada se podía hacer ya, todo giraba en torno al negocio y, pobre de aquél que se apartara de éste. Gerardo no le daba ninguna importancia a su nueva condición. Ella le fue impuesta sin aviso previo y no permitía apelación alguna. Estando próximo a jubilar, siempre supo que la espada de Damocles de la reestructuración caería sobre su cabeza en cualquier momento.

Se acostumbró a conversar consigo mismo, le parecía mejor que departir con sus amigos o familiares. Así evitaba la posibilidad de una discusión o polémica. Iba solo al cine, y prefería leer que compartir. Nunca fue un lector frecuente pero ahora podía hacerlo. Había leído a varios clásicos pero ahora incursionaba en los autores existencialistas, surrealistas, y en la generación beat. Se interesó sobretodo en aquellos donde percibía que sus estilos y temáticas eran similares a su desalentada y vacía visión del mundo, y a las películas que veía. Su actitud no era de un optimismo radiante ni mucho menos, se conformaba con pervivir.

- En vez de contemplar impávido el techo de nuestra habitación y mantener la vista fija en el horizonte, deberías esforzarte en hacer algo Gerardo. No sé en qué cosas piensas, pero seguro que no son nada productivas ni menos te servirán para encontrar un trabajo- lo increpaba su esposa. Ahora le recriminaba a menudo y con claro fastidio.

Alejado del mundo, Gerardo no discurría precisamente en un posible trabajo. Nadie percibía ni tampoco infería qué era lo que cruzaba por su mente. En su cabeza se arremolinaban múltiples maneras de cómo llevar a cabo su calculado propósito. Debía ponerse pronto en marcha y disponer todo para el paso final. Esta travesía debía parecer accidental, natural, como si por una fatalidad el tiempo hubiese transcurrido más aprisa de lo normal; y con ello, todo se anticipara. No quería dejar huella alguna que el acontecimiento había sido algo premeditado. Su deseo era que su familia no se preocupara por su decisión, pese a que tenía claro que ellos no lo entenderían así. Lo drástico y violento estaba descartado de antemano.

Esos instantes más concretos y apegados a la realidad fueron breves, tan efímeros e inasibles como el fugaz reflejo de la luna llena en un estanque de agua, desvaneciéndose prontamente. Después, Gerardo retomó sus obsesivas meditaciones acerca del cómo hacerlo. No quería asirse a la vida pues al final, de todas formas tendría que morir; en cambio, concordaba en que los que desafiaban a la muerte sobrevivían. Su mente razonaba de manera febril, lejos de la realidad, y aferrada a citas melodramáticas que afirmaban su decisión.

La idea en sí la había sacado de un antiguo filme que exhibieron en la televisión por cable, aunque el argumento cabalmente no era el mismo. Lo vio cuando todavía podían costear la suscripción. Nadie más en la casa lo contempló, todos circulaban por allí, pero ninguno se detuvo frente al televisor ni siquiera por algunos instantes. Éste era lento y bastante simbólico, una película bastante lejana a las vertiginosas películas de Spielberg y otras similares. ¡Una lata según todos!

Para su paso final no podía ocupar un arma pues jamás quiso tener una en la casa. No lo hizo porque supuso que en una emergencia se vería obligado a usarla, y después se arrepentiría; en teoría, siempre creyó que no vacilaría un ápice en disparar, pero el problema se suscitaría después con las consecuencias. Ahora, no podía adquirir un arma, aunque lo quisiera, seguía elucubrando morbosamente. Estaba esforzándose demasiado para concebir alternativas sobre cómo iniciar su largo y desconocido trayecto. Especulaba, con un cierto retorcimiento ajeno en él.

Había descartado el arma y también los remedios para dormir, ya que no tenía ninguno en la casa, y para su compra necesitaba de una receta médica, la que retenían en la farmacia. Existía un control muy severo para el expendio de somníferos y tranquilizantes. Le quedaban como opciones solamente la soga y la caída desde una altura. Lo malo es que estos últimos eran extremos y traumáticos; además, que no dejaban duda sobre la intencionalidad del acto.

Inconsciente, sacó una pequeña libreta de su bolsillo y en una página en blanco anotó las diferentes opciones analizadas. Escribió las cuatro primeras y de súbito marcó el atropellamiento involuntario. Éste se le vino solo a la mente, eliminando prácticamente a todas las otras elecciones posibles. Por ser tan obvia, la olvidó por completo. El accidente por atropellamiento involuntario era un recurso frecuente, utilizado por falsos accidentados que buscaban obtener compensaciones a través del seguro por un eventual daño sufrido. Pero no eso era tan así en la vida real ya que los liquidadores de seguros eran verdaderos sabuesos.

Satisfecho por su repentina lucidez, escribió una destacada señal para esta oportunidad. Verificó desde las opciones más descabelladas e irrealizables hasta las simples y evidentes. En aquellas en que veía cierta probabilidad de ocurrencia, registró sus impresiones al margen. Luego arrancaría la hoja de la libreta y rompería el papel en trozos muy pequeños para botarlos en partes diferentes mientras caminaba.

En su ensimismamiento no se dio cuenta de la puesta del sol, y que negras nubes ensombrecían al firmamento. La plaza quedaría en penumbras porque la mayor parte del alumbrado tenía sus ampolletas rotas. Su escaño ubicado en medio del área verde no se distinguía desde la calle. Si lo buscaran, era difícil que lo pudieran localizar. Se le hizo tarde para la comida. Como todos sabían que no había encontrado ningún trabajo aún, supondrían que sólo vagabundeaba por ahí, lo que no era muy alejado de la realidad, reconoció.

Apurado se levantó del escaño y se encaminó hacia la cuneta. Atravesando de prisa la calle con la vista fija en la vereda del frente, sintió un repentino y fuerte impacto que lo arrojó por los aires. Perdió la conciencia de inmediato. No vio el barullo que se formó alrededor ni se percató qué tiempo después del accidente llegó Liliana, corriendo como desaforada hacia él. Tampoco supo nada del viaje en la ambulancia ni de las intervenciones quirúrgicas.

Despertó débil y embotado en una cama de hospital, con yeso y vendas por doquier. Liliana permanecía a su lado. Sintió su voz llamando a la enfermera. ¡Ya despertó, avise al médico por favor!

- Gracias a Dios que saliste del coma Gerardo, hemos rezado todos los días- le habló queda y cariñosamente.

No entendía nada, solamente sentía dolores en todo el cuerpo.
Estaba inmóvil y aturullado. Fugaces recuerdos, cual ráfagas sin inicio ni destino surcaban por su mente. Recordó que se hallaba en un lugar muy especial, inefable, radiante; oteaba un sendero que al parecer ya conocía. Estaba solo pero sabía de antemano qué ruta seguir. Luego, ausencia y olvido total. De pronto un escalofrío lo estremeció y volvió en sí.

Confundido se percató que por un instante su anhelo estuvo al alcance de su mano, pero se encontraba aquí, en su realidad concreta e ineludible. Acongojado cerró los ojos para ver si esto era sólo una ilusión y que al abrirlos nuevamente todo se habría desvanecido y se encontraría de nuevo en aquella serena y reconfortante senda. Mas no era así. Estaba de cuerpo presente allí.

- ¿Te pasa algo mi amor? ¿Te sientes mal Gerardo? - preguntó inquieta, de una manera amorosa que no se le escuchaba desde hace bastantes años atrás.

¿Por qué esas palabras y tono? Algo fuera de lo común sucedía, presintió de manera suspicaz. Hace tiempo que no es usual este comportamiento suyo. Menos el que utilizara con él su antiguo y olvidado tono amoroso, se dijo. Algo mareado y lento todavía para pensar, aumentó sus sospechas. Tengo que estar alerta hasta saber bien qué pasa. Olfateo que no debe ser nada bueno para él, pensó agitado y con recelo.

Los siguientes días en el hospital fueron monótonos. Gerardo percibió que además de los médicos tratantes usuales se habían sumado las visitas de dos médicos más, los que no lo examinaban sino que se limitaban a conversar con él. No quería pecar de paranoico pero le dio la impresión que la especialidad de esos dos nuevos médicos no era la usual de los hospitales. Hacían veladas preguntas y eran demasiado afables y preocupados de su ánimo. ¡Sintió que lo estaban analizando psiquiátricamente! Ahora le cuadraba la demora en que le dieran de alta. Por un conocido sabía que en los casos donde se suponía que podrían existir intenciones autoeliminatorias, eran aquéllos médicos quiénes determinaban si lo enviaban a su casa o lo hospitalizaban en otro lugar, más tranquilo: ¡Una clínica siquiátrica!

¿Qué diablos sucedió? ¿Cómo habrán sabido de sus intenciones? ¿Quizá deliró cuando estaba casi inconsciente? Liliana por algún motivo no se había movido de su lado en todo este tiempo, y pudo haber escuchado algo. Lo habían visitado todos sus hijos y, extrañamente, también demasiados amigos, considerando lo poco que los había frecuentado durante el año, especulaba angustiado y sin saber a qué atenerse.

Cansado por tanta reflexión y desconfianza, Gerardo se adormiló. Algunos minutos después despertó sobresaltado. Su rostro estaba lívido y reflejaba un desasosiego rayano en un franco temor.¡Por la mierda, el maldito papel se le había quedado en el bolsillo!, recordó de manera patente. ¡Estaba fregado! No podría alegar nada en contrario; la lista donde analizó las opciones era la prueba más concreta que pudieran haber encontrado. ¿Pensaran que el arrollamiento fue voluntario? Seguro que sí, porque el muy idiota le había marcado una seña bien notoria a esa opción, presagió amarga y lastimosamente.

Al percatarse de su situación real, agudizó al máximo sus sentidos para captar algo de lo que conversaban Liliana y los médicos. Algún gesto, movimiento o palabra suelta le indicarían una señal, pensó exasperado. Por ningún motivo se internaría en una Clínica, aunque esos desgraciados lo determinaran así, afirmaba gruñendo de impotencia.

Pasado un rato, Liliana volvió a su lado, y cariñosamente le preguntó cómo se sentía.

– No te preocupes mi amor, mañana nos vamos a la casa, aunque tendrás que estar un buen tiempo en reposo- le comunicó calmadamente

- ¿No me llevarán a otra Clínica?- inquirió ansioso Gerardo

- No, estarás a mi cuidado. Estoy segura que te entretendrás ya que yo estaré muy cerca de ti y leerás, pero no esos libros deprimentes y enredados, sino sólo los de aventuras- respondió Liliana, serena, pero inflexible, no dejando lugar a dudas del régimen al cual estaría sometido

– Arrendaremos películas románticas y las veremos. Cable, ni pensarlo,

Gerardo comprendió de inmediato que, manifiestamente, le estaba señalando otra restricción. ¿Estaré interdicto en manos de Liliana? Es mejor que no diga nada por ahora y acate, porque lo primero es salir del hospital. Después veremos, discurría Gerardo

- ¿Te acuerdas mi amor de nuestras idas a la matinée? Lastima que ya no den en la tele esas antiguas comedias – hablaba y hablaba Liliana, era casi verborrea nerviosa, aunque imperativa, en sus comunicados sobre lo que se le permitiría o prohibiría.

Gerardo se reclinó en su almohada y cerró los ojos. Estaba cansado y deprimido. Comprendió inequívocamente que nada era sugerido, todo estaba determinado de aquí en adelante!

Paradójica y tragicómicamente, su gran paso lo había confinado en vez de liberarlo. Ya no tendría poder de decisión alguna pues estaba sujeto al atento control de sus seres queridos, que no permitirían bajo ningún aspecto que él volviese a sus nefastas andadas. Ellos habían sido instruidos por los médicos hasta en los más mininos detalles para prevenir y cortar de raíz cualquier síntoma autodestructivo. Liliana con un excesivo celo que confundía con un amoroso cuidado, se había constituido en un infranqueable cancerbero; aunque en el fondo, esta severa actitud parecía ser más bien una soterrada e inconsciente revancha contra su esposo, por aquellos largos años en los cuales él siempre la mantuvo en un segundo plano de las decisiones. Gerardo lo advertía de manera manifiesta, sintiéndose atado de pies y manos por estas terribles e irreversibles condiciones.

En vez de escalar hacia lo alto, se despeñó hasta las ilimitadas profundidades de una sima. Su ánimo siguió el mismo derrotero, aplazándose con ello su eventual liberación. El yerro en su paso final le significó hipotecar su vida y alma. Los sueños e ilusiones ya no le eran consentidos, debía informar en detalle a los médicos y a su esposa cada uno de sus pensamientos y elucubraciones. Las inquisidoras miradas y perspicaces supuestos de aquellos que, según ellos sólo buscaban su bienestar, lo incomodaban cada día más. La situación se le tornaba agobiante, sintiéndose en una constante ordalía con jueces a los cuales no comprendía ni tampoco coincidía con sus razonamientos. En su desesperación, su mente apeló a sus queridas lecturas anteriores, y razonó más calmadamente.

Que ilógico era todo. En un principio fue sobrepasado y oprimido por la vida, llegando a un punto tal en el que ya no entendió nada; todo le pareció ajeno y sin sentido. No pertenecía allí ni cabía en ningún lugar. Carecía de sueños e ilusiones. Así la vida no merecía ser vivida, no tenía valor alguno. Al final, en una situación peor aún que la anterior, encontraba desahogo en el saber que los pensamientos, la vida y el devenir eran determinadamente infructuosos, y que tampoco existía la esperanza. Desde el absurdo, se daba la ironía de que su vida ahora sí tenía un determinado valor, no apreciado por la presunta sensatez de lo racional, que estaba ajena a su racionamiento, y desconocía a un Mundo del Absurdo.

Sonrió abiertamente, pensando maliciosamente qué dirían sus celadores si adivinasen el tema de su disquisición. Después puso cara de atención a lo que le comentaba Liliana, pero su mente ya estaba muy lejos de allí. De todas maneras por ningún motivo daría señal o motivo alguno para que sospecharan de eso De aquí en adelante, ése sería su nuevo paso final; el único posible, se dijo satisfecho, como no lo había estado nunca desde que comenzó su absurdo drama. Resignadamente, se refugió en su juicio y esperó sereno el pasar del tiempo. ¡Mi vida tiene valor porque no tiene sentido! ¡Qué absurdo!







Texto agregado el 08-05-2007, y leído por 104 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-09-2007 Qué absurdo.! También tuve sueños e ilusiones...pero me las mataron.Quedé sin nada y han pasado meses y no me repongo. La vida se encarga del daño y del dañino que me lo provocó,pero será la vida,no yo. Lindo relato,lo felicito. Un abrazo.Ketti Ketti
08-05-2007 Sì, se trata de un drama absurdo. Bien narrado. Aunque yo lo recortarìa un poquitìn para darle mayor contundencia. Jazzista
 
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