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Me miró fijamente mientras yo pagaba mis cigarrillos. Estaba parado detrás del quiosco, con las manos dentro de los bolsillos del abrigo, su rostro rígido. El dependiente que me atendía parecía no notar su presencia, o al menos, no importarse por ella.


Sonrió cuando me vio guardar el vuelto en mi billetera. La sonrisa vino a fijarse en su rostro, así como sus ojos sobre mí, que no descansaban.


Se encontraba al lado de la calle hacia el cual me dirigía; pensé esquivarlo en un principio, pero luego decidí que no me dejaría intimidar por un desconocido. Y reitero, desconocido, porque estaba seguro de que su cara no me era familiar en absoluto.


-Que tenga buenas tardes, don Javier – murmuró, cuando pasé por su lado.


Revisé rápidamente mi ropa, por si andaba con alguno de esos letreros con que nos marcan en los talleres de motivación laboral. Estaba limpio. Inquieto, decidí apurar el paso.


Sentí un leve calor en la nuca, el aire más denso a mis espaldas. Me alejaba del quiosco sin mirar hacia atrás, mezclándome con la multitud para ganar anonimato. Avancé media cuadra con la vista fija hacia adelante, preguntándome si aún estaba allá parado, o acaso podría estar siguiéndome.


Dicen que la curiosidad mató al gato.

No iba a darme vuelta, eso sería delatarme, decirle que había ganado, que estaba asustado. Me detuve en una vitrina de cámaras fotográficas, con un gran espejo de fondo. Fingía mirar los productos mientras investigaba a través de éste qué ocurría a mis espaldas. La gran cantidad de gente que pasaba me impedía notar con claridad. Encontré al quiosco; vi al dependiente, entregándole un par de revistas a una señora. Dirigí la mirada hacia la esquina, hacia donde estaba él.

Ahí estaba, un gran bulto negro, la cabeza semi calva, la vista fija y la sonrisa aún presente. Levantó la mano derecha y me hizo un ademán de saludo. Me estaba mirando a través del espejo.


Rápidamente crucé la calle. Aceleré el paso hasta encontrar un lugar seguro.


Entré a un bar. El murmullo constante y el sonido de platos y copas chocando contra bandejas me hizo sentira salvo Luego de dos tequilas, ya había olvidado al sujeto.


Regresé a mi departamento un par de horas después; al anochecer las calles se ven un tanto más vacías, pero nunca están solas del todo. Como vivía a pocas cuadras del bar, decidí caminar.


Los postes daban una luz lóbrega e insuficiente para generar seguridad, pero al menos permitían tener un buen horizonte. Me producían cierta incomodad los baches oscuros que se generaban entre un farol y otro. A lo lejos, pude divisar una gran isla de tinieblas: uno de los postes no estaba funcionando.


Pensé en cruzar la calle, pero nuevamente emanó aquél soldado que escondemos en algún rincón, ése que me dice que con esas actitudes terminaré por perder la poca dignidad que me va quedando ¿soy hombre o no? Aceleré el paso y seguí adelante.


Pero debo confesar que, si le hubiese visto, habría cruzado.


Ahí estaba, imperceptible, con su traje negro, apoyado contra el poste sin luz. No habría notado su presencia si no fuese por su saludo.


-Buenas noches, don Javier.


Se detuvo mi aliento y mi paso. Volví mi rostro hacia el suyo, y pude notar sus ojos claros resplandecer en la oscuridad. Me miraban fijamente, como antes.


Pensé en mis potenciales enemigos, deudas impagas, amores mal acabados. Trabajos por encargo, como los de las películas.


-¿Nos conocemos? –le pregunto con dificultad.


Él, como respuesta, sonríe. Su sonrisa rígida, que más parece una mueca, me enseña sus dientes hasta los colmillos. Su nariz se dilata y las cejas se arcan levemente hacia abajo.


-No, sólo yo a usted, por el momento -me dice sin dejar su sonrisa marcada, casi burlesca.


-Voy atrasado, si me permite…-interrumpo yo, entre balbuceos, guardando también mis manos en los bolsillos.


-Tenga cuidado. No es seguro andar a solas en la calle, a estas horas – dijo a mis espaldas, mientras me alejaba a paso rápido. Esta vez, no me detuve a mirar hacia atrás.


Llegue a mi edificio jadeando, y con dificultad saqué las llaves de mi bolsillo. Le pedí al conserje que estuviera atento al sujeto de abrigo, pues estaba seguro que me había seguido. Me dijo que no debí haberme ido al departamento, que una comisaría o la casa de algún conocido no habría delatado mi dirección, pero ignoraba mi conserje que no soy de muchos amigos, que en verdad no tenía a quién acudir, y sólo en mi pieza me siento seguro.


-No deje entrar a nadie –fue la orden – y si alguien pregunta por mi, llame a carabineros.


Me encerré en mi pieza y prendí el televisor; dejé algunas luces encendidas en el departamento para dar impresión de convivencia, pero algo me decía que este tipo sabía que yo vivía solo. Por curiosidad o masoquismo, no sé bien, me acerqué a la ventana a ver si lo divisaba afuera.


La calle estaba vacía; una ráfaga de viento agitaba algunas hojas secas, haciendo eco al raspar el pavimento. Los focos alumbraban con dificultad la vereda, formando una débil estela de humo a su alrededor. Ocasionalmente un auto pasaba con las luces altas, evidenciando la densa neblina que comenzaba a formarse en medio de la noche.


Y allá, a lo lejos, un bulto oscuro.


Era él, estaba seguro. Me acerqué a la ventana intentando divisar sus colmillos blancuzcos, su mirada fija, obsesa, pero sólo lograba divisar su silueta en medio de la niebla.


Poco después, el timbre sonó. Sobresaltado, me arrinconé en mi cama, abrazando mi almohada. Malditos conserjes incapaces de seguir una orden tan simple.

Opté por no contestar; el timbre sonó dos, tres veces. Que sepa que tengo miedo, ya no me importa. El hombre comenzó a perder la calma y golpeó directamente la puerta, cuatro, cinco veces. No me atrevía a salir de mi pieza para ir al living, a donde está el teléfono, o a la cocina, a llamar al conserje por citófono. Pensé que en algún momento él iba a gritar mi nombre, tal vez insultarme, o revelar por qué motivo me perseguía. Pero sólo oí golpes contra la puerta. Seis, siete veces. Hasta que calló.


Cerré mis cortinas y me tapé hasta la cabeza. No pude conciliar el sueño. El silencio se había instaurado a mi alrededor, pero yo sabía que era un silencio amenazador, que precedería con su sigilo a nuevos golpes furiosos persuadiéndome a abrir, así que crispado bajo las sábanas, me recosté a esperar la nueva embestida, el segundo intento, el cual finalmente nunca llegó.


Sólo tuve coraje para salir de mi pieza al amanecer. Me cercioré de que todo estuviese en orden y bajé a increpar al conserje, a quien encontré durmiendo en guardia.


Aunque me desquité con él por el mal rato de la noche, yo sabía que eso no solucionaría nada. El mensaje ya había sido entregado. El individuo conocía mi dirección, sabía cómo me llamaba, y estaba al tanto de mi miedo a la oscuridad. Tendría que superarle para ganar este juego. Y para ganarle, tendría que anticiparme a sus pasos. Él iba a regresar al punto de partida, estaba seguro. Y me iba a encontrar allá.


Llegué muy temprano al quiosco del día anterior, y me instalé en el punto en que lo había encontrado, apoyado al lado derecho, junto a la vitrina de revistas infantiles. Estaba feliz por haberle ganado el puesto, por haber llegado primero. Resolví esperarlo ahí, con aire de firmeza, sin mostrar debilidades, desafiante. Ahora iba a ser yo el que lo iba a mirar fijamente, el que le iba a llamar por el nombre. No podía recordar con nitidez su rostro, pero estaba seguro que lo reconocería de algún modo.


Me fijé en un individuo que me pareció familiar. Se detuvo a comprar cigarrillos. Supuse que podría ser él, así que le miré detenidamente y susurré un nombre cualquiera cuando pasó por mi lado. El tipo siguió caminando, pero cuando se detuvo en la tienda fotográfica a observarme por el espejo, no pude sino sonreír triunfante y saludar con mi mano derecha.

Texto agregado el 08-05-2007, y leído por 115 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
09-05-2007 Cautivante tu cuento. Realmente es muy bueno. kone
 
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