RAÍCES.
A Catalina,
que ama a Freud y entiende a Edipo.
Había sucedido. El muro de la imposibilidad se derrumbó durante las horas y el silencio de la noche para abrir compuertas y darle paso al sueño prohibido. Los hechos se deslizaron en el sueño, trashumando laberintos y sin aparente sentido, hasta alcanzar un destino difícil de admitir. Y todo ello sin lugar para el entendimiento, sin consideraciones, convirtiéndolo en actor y espectador simultáneos de un emplazamiento que la vigilia tendría que rechazar. Él y ella, juntos, desnudos en la cama, mirándose en seducción total, con la naturalidad del deseo atropellante y en el ímpetu de un ciego desespero. Y acto seguido, sin mediar intervalos, se había visto con las manos abalanzadas hacia la carne prohibida en un acariciar y ahondar sin límites. Y la boca, sin voluntad, en un besar sediento, bebiendo en el mundo de los pezones generosos y entre los abismos y follajes de la negrura del máximo placer que eran la fuente de su propia existencia. Y nadie lo entendería. Aquel sueño, con la huella de su presencia húmeda en las ropas de dormir y en la sábana, y en su piel, dejaba un rastro imborrable que lo empujaba hacia el hueco de la culpabilidad. La pesadilla de vivir a solas esa experiencia sin sentido punzaba y consumía todos los intentos de escape de su pensamiento. Y ese sueño le hacía saber que, aún entendiendo que todo había sucedido con la mentida libertad de las manos atadas, había profanado a su misma sangre al avanzar por el cauce de la posesión junto a su madre, dentro del sexo más sagrado, bajo el empuje del instinto de su recién despierta pubertad. Y a medias se consolaba al saber que no lo hubiera pretendido y ni siquiera imaginado. Intentar encontrar en el pasado una premeditación sería una pesquisa baladí. Porque nada le era más sagrado que ella. Sí, varias veces la había visto en un descuido hogareño, sin quererlo ni buscarlo, al salir ella del baño, o en el trasluz de una dormilona al irse a la cama, o en el vestir ligero en abandono del sostén, o en el abrir indiscreto y a deshora de una habitación en la que ella se terminaba de arreglar para salir a la calle. Y así, sin negar que llamaba su atención, le había visto un seno en su movimiento y pezón en libertad bajo una tela ligera, o una espalda avanzada en sus anchuras, o un muslo hasta sus sombras en un cruzar de piernas en abandono de distracción o de cansancio. Pero esas ocasiones a voleo nunca habían trascendido para él y de ellas recordaba su azoro y su rubor envueltos en un mirar hacia otra parte. Todo aquello le resultó siempre muy embarazoso. Pero aunque se dispersase en su confusión en un intento por negar los pensamientos, y aunque en sus volteretas mentales tratase de encontrar todas las justificaciones, sabía que los argumentos a favor suyo no resolverían nada. El sueño había sido demasiado intenso. ¿Y entonces? ¿Qué pensarían sus hermanos de un sueño como ése? ¿Y su padre? No, la llaga moriría dentro de su alma, y, aunque viviese mil años con la acidez de su quemadura, nadie más llegaría a saberlo. Había violado en loca penetración lo santo del venero, con gran complacencia, y el sueño desbordado tenía que ser sepultado en la hendidura del olvido. Sí, soterrado y negado para siempre. Pero en medio de su turbación, sorprendido por la fuerza en el sentir tan vívido que había dejado lo soñado, entendía que culminar ese deseo de olvidar no sería una tarea ni remotamente fácil. Ya vislumbraba que la razón no podría irrumpir con su mentís en medio de su vorágine anímica y su destrozo emocional. Nunca podría actuar como si nada de importancia hubiese sucedido. Jamás podría expulsar las penas de las simas en que habían caído. La angustia estaba allí, amenazante en la ponzoña, precisa hasta el desborde que sin piedad acorrala y aniquila. La conciencia, enloquecida, en incansable repaso de los instantes grabados en la memoria de aquel soñar, alumbraba lo sucedido con lujo de detalles. Se repetían en su mente las visiones de los pechos espléndidos, la larga espalda, las nalgas, los muslos y el sexo poderoso y negro contra la blancura del vientre maternal. Era intolerable, increíble. Pero, aún en su congoja, se justificaba pensando que nadie dominaba el fluir de los sueños, ni el de los recuerdos cuando eran tan atropellados y violentos. Y así, por su inocencia, no podrían acusarle de malicia alguna. Él, que creía todo lo contrario, entonces reconocía que era sólo un niño inundado de tristeza, indefenso, desmoralizado y empequeñecido por lo que había soñado. Y si existía la posibilidad de escapar del pozo de locura en que se encontraba, sería capaz de hacer hasta lo imposible por tal de volver a ser quien había sido antes de dormirse la noche anterior. Pero no bastaba con esa actitud para salvarse del desastre. Lo sabía. Los vericuetos de la mente lo empujarían siempre hacia aquel sueño que renacía sin cesar. Sí, allí estaban ellos dos, abrazados, uno sobre el otro, dando vueltas locas, besándose y amándose en el placer de rostros distendidos. Era ella, plena, rompiendo los muros de lo inadmisible, no imaginada en su dulzura y bondad natural reaccionando tan salvaje y ardiente. No sospechada en tal entrega de maestría y necesidad apasionada. El recuerdo lo llevaba por el sueño hasta el momento del relajante desenlace estremecedor y tibio en que se había despertado. Y en esa zaborda, en lucha de reproches, no pudiendo perdonarse ni escapar, era inevitable la herida que dejaba la golpeante visión. Y le dolía caer sin defensa en ese absurdo. Sentía asco de sí mismo en las entrañas. Ya sólo le quedaba despreciarse por aquel delirio enfermizo. No, no era posible tanta repugnancia. Y la náusea aumentaba al recordar su despertar sobresaltado en calidez de escape y semen, mucho antes del amanecer, en el arrebato final que sin sentido se representaba en el sueño después de un torbellino de caricias y gemidos. Y le dolía más, porque allí, aumentando en exceso la tragedia, al mismo tiempo que la poseía, podía ver a sus hermanos y a su padre en medio del sueño, rodeándoles tranquilamente, limitándose a un insensible mirar y sonreír que no le daba importancia alguna a lo que ocurría frente a ellos. Sí, era increíble. Pero dolido hasta la médula y humillado por su indignidad, él sí se ahogaba en la soledad de su habitación y su secreto. Se sentía ruin y enfermo, arrebujado de escoria y aturdido ante la fuerza de su impotencia. No, no había escapatoria. Solamente el silencio le serviría de refugio para intentar asimilar y consumir el dolor que aquel trago tan acerbo le infligía. Y así, denso en el tiempo de la espera, acompañado en su temprana vigilia por la definición de los objetos del cuarto al infiltrarse la luz del sol por las rendijas de cortinas y maderas, más allá de la puerta y los corredores de la casa, entre los rumores del hogar mañanero, escuchó la voz fresca y alegre de su madre que le llamaba con los reclamos cariñosos de todos los días. Lo esperaban para el desayuno familiar. Sí, allí estaba, era ella. Pero no contestó. No podía. Aquella voz tan querida hería ahora su corazón en cada evocación que le provocaba. Jamás tendría valor para mirarla a los ojos y responder con sus inocentes besos a los mimos que ella le daba en su clara preferencia por él sobre los demás. Y se sintió peor al aclarar en su conciencia la realidad de tener que continuar con los hábitos y la vida normal de la casa. Tendría que jugar, reír, saludar y hablar con todos ellos como si nada hubiese pasado. No, mejor se quedaría quieto y no iría al comedor ni que lo llevaran a rastras en merecidos regaños. Tenía que permanecer en el cuarto y borrar los residuos del sueño para dejarlo todo como solía estar, sin aquel olor acre y espeso que ella con certeza reconocería. Y de nuevo escuchó el llamado en la voz de su madre, ahora más cerca y definitivamente a punto de tocar y abrir la puerta. Estaba atrapado. Y no soportando más, buscando una evasión que no existía, se empequeñeció doblándose en ovillo y se cubrió por completo con las sábanas abusadas. Huía, buscando refugio en un dormir inexistente para no contestar. Era demasiado. Pero allá abajo, a oscuras e insospechadamente más solitario que nunca antes, sintió que no tenía escape y que la vergüenza rozaba sus ojos para anunciarle un llanto inevitable. Y las lágrimas acudieron a la cita con el mensaje del escozor y de la sal en un enmudecer de labios apretados. Se encogió un poco más en aquel improvisado escondite y se invadió de nulidad al sentir la natural entrada de su madre en la habitación. Perdiéndose en caída hacia la negación, llegó hasta los límites del abatimiento y del bochorno al sentir que ella le daba unos golpecitos cariñosos en las piernas mientras lo llamaba suavemente. Después sintió cuando ella se retiró y cerró la puerta, con delicadeza, con la intención de no hacer un ruido que pudiera despertarle. Podía imaginarla alejándose en puntillas y disfrutando el placer de consentirlo y dejarle dormir un rato más. Y se hundió aún más dentro de sí mismo, permitiendo el escape del llanto y sus gemidos, dejándose vencer por la agonía de no aguantar tanto dolor. Después, sintió que caía en un sopor. Regresaba a la intención de escaparse, buscando no saber nada del mundo en derredor. El manto gris de una pretensión de olvido lo envolvió en casi un dormir, soñando borrar lo soñado, y comenzó a cubrir de tiempo y de silencio a la más larga noche emocional a punto de nacer. Y el manantial del sueño abarcó a todos los sueños. Y de nuevo se abrió el brocal del pozo sin luz adonde iba a parar lo inaceptable, lo que se vive sin haberlo deseado, lo feo y dañino, lo vergonzoso, lo que habría de esconderse en los meandros de un laberinto casi imposible de descifrar. Y así, todo el placer y el dolor del sueño y la noche de aquellas locuras se disiparon entre la niebla mágica del subconsciente. Y en lo más hondo de ese hueco se afincaba la totalidad del sueño, llevando en el núcleo la intensidad de lo soñado y el angustioso sentir del soñador. Pero nada ni nadie podrían evitar que algún día surgieran las secuelas de lo soñado en los frutos de su tortuosos pero seguro retoñar. Sí, nada se podría borrar. Y vendrían otros sueños. Pero de aquél, quedaba la raíz.
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