Mientras Norah miraba caer la nieve a través de la ventana supo súbitamente que había cometido un gran error. Se le heló el estómago, como si en vez de estar con los pies hundidos en la blanca moqueta, rozando con los labios el cristal, se encontrara en lo alto de una noria, sin nada a lo que agarrarse. El mareo la obligó a despegarse de la ventana y, tambaleándose, volvió a la cama, donde se envolvió con el edredón hasta que se le pasó el temblor. Pasados unos minutos oyó la llave de Marc en la puerta, quien cerró de un portazo y comenzó a desvestirse muy rápido, sin mirarla, tirando de los pantalones y abriendo bruscamente los cajones. Con cada movimiento Norah sabía que se estaba dirigiendo a ella, diciéndole lo que no se atrevía a pronunciar en voz alta; que había desayunado en soledad estupendamente, que las pistas repletas de nieve prometían un día magnífico que pensaba aprovechar al máximo y que, por él, ella podía quedarse todo el día en la cama si quería; no iba a echarla de menos. Eso es todo lo que la dijo sin abrir la boca, mientras se ajustaba las botas y buscaba canturreando sus guantes. Norah volvió a sentir un retortijón frío en el estómago y gimió levemente, quería levantarse, darse una ducha caliente y salir al porche del bungalow para tomar un café mirando caer la nieve. Sin embargo, su reciente descubrimiento y el frío que se había apoderado de sus miembros la impedían hacer otra cosa que no fuera estar ahí, debajo del edredón, preguntándose cómo había podido ser tan estúpida y caer de nuevo en la trampa, en esa luna de miel en las montañas que se le había revelado de repente tal cual era: Falsa, sin sentido, cruel.
Marc se untaba ahora la nariz con crema solar frente al espejo. Al oírla gemir se atrevió a lanzar al aire falsos reproches, su voz alegre llenando el cuarto, lo que hizo que Norah se encogiese más sobre sí misma, sintiéndose miserable.
‘¿Tú sabes cómo nieva allá fuera? ¿Cómo puedes seguir en la cama?’
‘Tengo frío…’ respondió ella
‘¿Frío?’
Esa fue su única respuesta, ni siquiera quiso saber si se encontraba bien, si quería que la trajeran el desayuno a la cama o si prefería que alguien encendiera la chimenea; la reacción que cualquiera esperaría de un recién casado enamorado ante el frío de su esposa. Pero Marc no estaba enamorado, se dijo Norah, lo único que le importaba era largarse con sus malditos esquíes y escapar de ella ladera abajo lo más deprisa posible ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Todos sus empeños por tapar su soledad no habían funcionado, se le escapaba la tristeza a chorros de su cuerpo helado, cada vez más helado bajo la colcha. Estaba sola, sola, sola, sola, como los días posteriores a su matrimonio con Alfonso, aquellos días grises en la Riviera, recién casada y cenando sola en el restaurante del hotel mientras el pasaba las noches divirtiéndose en el casino, llamándola a las cinco de la mañana, borracho, con promesas que jamás cumpliría. A los dos meses de casados la pidió el divorcio para volver con Laura, su primera esposa.
Norah oyó cómo Marc abría la puerta cargado con los esquíes, el ulular de la ventisca se coló en el cuarto haciendo danzar las cortinas. Contuvo el aliento mientras mordía un pico del edredón, no podía creer que él fuera a marcharse así. No quería llorar, no quería gritar, pero si Marc se marchaba como si ella no le importase nada se mataría, acabaría con su vida, lo haría.
La puerta se cerró de repente, de un portazo, y los copos de nieve rugieron allá afuera, golpeando furiosamente contra las paredes.
Norah dejó escapar entonces el grito que la quemaba por dentro.
‘Alfooooooooooooonso’
‘Cariño, ¿estás bien?’, era la voz de Marc, seca, ligeramente alarmada.
Norah retiró el edredón y contempló a Marc a través de las lágrimas, éste estaba junto a la puerta, embutido en su mono de nieve, mirándola como si no la reconociera.
‘Creía que te habías ido’ susurró ella
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