Sólo de mirar tu cuerpo desnudo se despiertan mis fantasías y se desboca toda mi pasión. Te busco para fundir labios y lenguas en uno y cien besos, antes de continuar mi recorrido.
De tu boca a tu espalda, sólo hay un camino y lo transito. Me deslizo por la piel, rozando el lóbulo de tu oreja y sigo por el declive. Sólo me detengo para jugar un instante en el hueco entre tu rostro y tu cuello: lo rodeo, doy la vuelta y me demoro en tu nuca, para luego seguir pendiente abajo.
Traspasar la frontera de tu cuello, se ha transformado en una ceremonia. Dejo vagar mi boca por la planicie de tu espalda; me deleito en la tersura y continúo reconociendo la geografía de tu dorso.
No uso las manos, no te toco. No es necesario. Tu piel reacciona de inmediato al contacto de mis labios, porque ya ha experimentado el rito de esa caricia y la está esperando. Arqueas el cuerpo, endureces los muslos, tensas las piernas y te estremeces. Vislumbras lo que viene a continuación.
Tu respiración se acelera, se te endurecen los pezones y puedo adivinar –no necesito que lo confirmes, lo sé–, que entre tus piernas se enciende el fuego húmedo de tu erotismo.
Imperturbable, sigo el descenso por la sedosa llanura, a veces sólo con mi aliento, alternando el soplo cálido con el reguero salpicado que deja mi lengua en un pliegue o deteniéndome para que mis labios descansen en un recodo, antes de dejarme caer en el declive pronunciado que me lleva al límite entre tu cintura y esa hondonada donde se concentra tu más deleitable placer.
De allí en más sólo queda trepar las colinas erguidas de tu grupa y hacer una pausa, concederme una tregua antes de hundir mi rostro en la grieta del medio.
Cada vez que transito el camino de tu espalda, se te eriza la piel y me dices que te da vértigo.
Me resulta sorprendente.
Jamás imaginé que un Angel lo sintiera.
Para María Eugenia, en este nuevo día de aniversario.
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