Jazz de madrugada
Concibo un sueño y resulta tan perturbador que lo arrojo lejos. El pobre, maltrecho, reclama. Discutimos un poco y trato de calmarlo pero él, iracundo, no cesa de agitar los brazos. Trata de convencerme de que vale la pena pero, es una idea que no termina de cuajar. Tiene cierto encanto, pero cuando lo miro de perfil me parece adivinar que sus intenciones están truqueadas. Veo sus ojos largos y el cabello revuelto que tapa parcialmente su rostro. Está molesto conmigo y gesticula con una grandilocuencia innecesaria, ya que me estorba su figura frágil y bravucona.
Lo miro correr hacia la ventana, trato de alcanzarlo — no sé para qué si lo que deseo es deshacerme de él— pero, sin detenerse, salta hacia la calle. Me paro en la ventana para no perderme un detalle de su escapatoria. Entra en el bar de la esquina, un lugarcito sabroso para escuchar Jazz. Siento un impulso, voy a la puerta y trato de alcanzarlo.
Entro al Jazzerìas y soy recibido por sonidos cristalinos que circundan mi cuerpo. A media luz un grupo interpreta con una cadencia que me eriza la piel. El bajo eléctrico recorre mis oídos y cada pedacito de armonía que rebota en las paredes se convierte en una partícula diminuta que me provoca una sensación de bienestar.
Descubro, entonces, al sueño malogrado, con aire lúdico brinca sobre el piano, se mezcla con las notas saltarinas, va inmerso en una danza extraña que lo coloca justo enfrente del hombre del saxofón, que lo contempla al tiempo que sopla y hace volar sentimientos teñidos de nostalgia.
Cuando lo veo levitar en la mirada del viejo jazzista, salgo del lugar. Ahora ya no me pertenece más.
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