Se apeó del caballo cerca de un riachuelo que corría cantarín en medio de la espesura de un hermoso bosque lleno de boldos. Aprovechó de soltar y bajar la montura para aligerar la carga del animal y que ambos pudiesen descansar. A lo lejos y en pleno bosque, una cabañita humeante, hecha de madera y grandes piedras, de la cual se desprendía un suave olor a sopaipillas, chancaca y clavo de olor, lo hizo suspirar...estaba cansado, muy cansado. Se restregó las manos entumecidas con la vista fija en la línea de vida de la palma derecha, giró los ojos en dirección a su mano izquierda comprobando molesto que ambos signos coincidían: un plañidero destino de honor y aventura, de matar dragones y salvar doncellas.
La última de estas, rubia y transparente por la oscuridad en la que había estado sumergida alrededor de 100 años, había sido el acabose. Luego de derrotar al dragón que la custodiaba, empresa nada fácil y en la cual corrió riesgo de muerte en varios momentos, le tocó besar a la muerta en vida, unos labios pétreos, que al recibir el beso se entibiaron, desprendiendo un aliento ocre bastante soportable. Luego se produjo un gran revuelo entre los muertos vivos del castillo que la acompañaban y los vivos de afuera que le habían colaborado en tan magna empresa. El primero de todos, Bernardo, un almacenero que había colaborado con el financiamiento de la alimentación y los aperos de Fiel, su querido caballo y había mandado tipos pagados para ayudarle a cortar la zarzamora que rodeaba el castillo. Bernardo era un tipo alegre y campechano, moría por todo lo relacionado con la realeza y ocupaba todas las tardes en pintar a lápiz escudos de armas. Se sabía de memoria la historia de la princesa encantada y suspiraba por ella noche y día. Apenas la besé llegó corriendo al lado de la cama y le aclaró a Sybila que yo había matado al dragón pero que él había solventado toda la aventura a lo que ella, medio somnolienta aún respondió con una suave y agradecida sonrisa.
En un par de tardes en las que nos dejaron solos compartiendo una taza de té en servicio de hermosa cerámica, Sybila insistió en inquirir sobre mis arcas. Algo de lo que compartí sobre mis estados de cuenta no terminó de convencerla y me espetó molesta que yo más que un caballero parecía un aventurero caza fortunas. Ese golpe me dolió, me levanté contrariado y le dije que estábamos en paz, que se sintiera libre y que no me debía nada. Que aprovechara el tiempo que le quedaba lo mejor que pudiera, que yo por mi parte, haría lo mismo.
Al otro día agradecida, presidió una ceremonia en la cual, luego de sentidos discursos, se me entregó un cofre con monedas de oro procedente del castillo y un vale vista financiado por el feliz Bernardo que se deshacía de mí.
Heme aquí cansado y desilusionado, hambriento, adolorido en el alma por la frialdad de aquella doncella y una y otra vez me entra por la nariz el vapor de uno de los mejores caldos que se conocen: la chancaca para sopaipillas pasadas.
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