Aquel hombre viejo, sentado en su sillón, al frente de su chimenea, buscaba algo, quién sabe qué, pero en su mirada se notaba que una ausencia lo hacía buscar. No, no era en la biblioteca que tenía al frente, ni tampoco buscaba aquello en los cuadros que adornaban el pequeño cuarto que hacía las veces de estudio personal. Buscaba algo que había perdido, pero no sabía qué, si era un objeto, si era tal vez un sentimiento, si era tal vez un recuerdo escurridizo que se le había logrado escapar de su memoria tan frágil y senil.
Pero la pegajosa sensación de que hacía falta algo seguía ahí, presente en la ausencia, latente, absolutizando la búsqueda, haciéndola lo más importante en aquel momento; ¡los lentes! No, los tenía bien puestos, además había comprado uno de esos cordoncitos que impiden que se caigan. ¡Las pantuflas! No, miro hacía abajo y ahí estaban abrigando esos pies huesudos y blancos. La pipa encendida daba al rostro del anciano un lúgubre tono rojo. ¿Qué era lo que buscaba? No encontraba respuesta a está pregunta.
No buscaba una respuesta, sus canas hacían ver que él, por los años recorridos, las tenía todas. ¿Tal vez un recuerdo? No, ya los había repasado todos, no le faltaba ninguno. ¿Las llaves tal vez? Para qué si ya estaba adentro, afuera reinaba un frío capaz de congelar las llamas del infierno. Hacía más de un año dejo de salir, no era capaz de soportar el frío de aquellas tierras, además el bullicio de la ciudad lo ensordecía. No buscaba escapar, ¿de qué? Ahí estaba tan cómodo.
El café estaba humeante, hacía poco Cristina lo había traído. Tampoco podría ser esto, pero la extraña sensación de vacío lo llenaba, esa incertidumbre lo hacía desesperarse cada vez más. Los muebles estaban también en su sitio, el escritorio, la silla, la lámpara encendida, todo absolutamente todo estaba allí. Como cuando era profesor en aquella universidad y todo estaba en su escritorio en aquella facultad. Los estudiantes que había conocido, tantos presidentes que había educado, su jubilación con honores y que le permitía vivir cómodamente en su casa de campo.
Tuvo la tentación de llamar a Cristina, la única que lo soportaba, la única que estaba con él; ¡hasta ella estaba! Pero no, no la llamó, lo tratarían de loco, un loco viejo que es peor. Lo que nunca quiso en su vida fue envejecer amargado y loco, como solía sucederles a los profesores de filosofía jubilados. Hasta se lo dijo a su ya difunta esposa, aquella mujer que lo acompaño por tantos años, en tantos viajes cuando iba a hacer especializaciones en el exterior. Hasta su hijo se acordó de él en el día de su cumpleaños, que era ese día, precisamente ese y no otro.
Siguió pensando en qué le faltaba; quería descubrir aquello que se estaba apoderando de su mente, era su última pelea filosófica, seguramente, escribiría de esto después, lo agregaría al tratado de historia de la filosofía que estaba escribiendo. Por ahora estaba buscando eso tan indefinido, tal vez el dassein de Heidegger que tantos problemas le había dado en la universidad, en sus tiempos de estudiante de filosofía.
Quiso tomar un sorbo de café, ese café tan dulce y tan suave, como sólo ella lo podía hacer, pero no pudo. La sensación de vacío lo llenaba tanto; paradoja imbécil, pero así era; tanto que no pudo tomarse el sorbo que quería de ese café de aroma suave. Mientras tanto su cabeza seguía dando vueltas, repasando cada uno de los rincones de su estudio, era donde pasaba la mayor parte del día, lo conocía de memoria, pero aún así, la incertidumbre crecía, hacia falta algo. Los recuerdos volaban y trataba de ubicar, repasando una vez más, cual le faltaba, pero no, no hacía falta ninguno, todos completos, sus padres, el colegio de curas, los compañeros, la universidad, las novias, su esposa, sus hijos, todo estaba en su cabeza como una fiel fotografía.
Cristina llegó a recoger la loza, como era su costumbre, después de una hora, casi no hablaba, y eso no lo incomodaba, ya que le gustaba el silencio para poder pensar más profundamente en su libro y en las cosas que analizaba de su entorno, de la filosofía, en fin temas que no serían posibles de discutir con una muchachita de campo, que hacía las veces de enfermera y compañera permanente, claro, sin ocupar el lugar de esposa. Él entonces hizo una seña con su mano, anunciando que todavía no había tomado el café, que ya no estaba caliente, y a él no le gustaba el café frío, le parecía tan sin gracia. Cristina se quedó allí, parada, estática, mirando esa taza fría; le pareció raro aquello, pero, como de costumbre, no dijo nada.
La pipa ya no alumbraba, se había apagado, le hacía falta sentir un poco de humo en sus pulmones para poder pensar bien, entonces el metió las manos dentro de la levantadora, buscando en sus bolsillos los fósforos, pero no podía encontrarlos, pero estaba seguro que esa tarde, poco antes de que esa extraña sensación de falta-algo lo agobiara, los había metido en el bolsillo izquierdo. Esas son cosas que no se olvidan, como también donde puso la ultima página del borrador del libro.
-¡Ah! Ya encontré lo que estaba buscando- dijo el hombre en voz alta, sin que Cristina se inmutara, si quiera; bueno al fin y al cabo ella no sabía que él había estado en una búsqueda desesperada, pero que por fin esa búsqueda terminaba. Eran los malditos fósforos, y yo matándome la cabeza, pensó. Cristina cogió el teléfono, le pareció, raro aquello, que ella levantara el teléfono si su autorización, pero aún así lo hizo, mientras el contento con su descubrimiento trato de coger la pipa, pero no pudo, hubo algo que corrió por su cabeza, ahora si sabía lo que le hacía falta.
-Tráeme unos fósforos- Le dijo, mientras ella le tocaba el rostro. En ese momento, ella le cerraba los ojos al cadáver y lloraba desconsolada por la muerte del anciano. La búsqueda había llegado a su fin, como bien él lo sabía. |