Algunas veces salía a buscar en la noche algo de claridad. Desde hace más o menos tres meses, cuando ella se fue en ese viaje del que no se vuelve nunca, sólo salía de noche. El sol le resultaba repelente sin la esencia que lo hacía brillar, sin la presencia que le daba sentido a un día soleado. Caminaba de noche con rumbo al parque, ya había cogido esa costumbre. Iba sólo con una gabardina larga y un sombrero negro, y una cinta de luto en el brazo derecho.
Muy buenos días amor, buenos días; y acariciaba su largo y oscuro cabello, oscuro como el más fino ébano, le regalaba un beso y ambos se abrazaban, como nunca queriéndose soltar. El sol entraba por las ventanas y era tan feliz. Pasaba por las calles oscuras de aquella ciudad que nunca duerme, en la que no podía dormir sin sentirse culpable, culpable de aquella muerte, sentía sus manos manchadas de la sangre de aquella a quien amó. Ve, báñate y vienes a desayunar, le dijo ella, mientras yo hago el desayuno.
Esas noches en las que salía, eran noches estrelladas, no le gustaba la oscuridad, pero sin ella ya no había sol, no había luz que llenara ese vacío. Faltaba eso que lo hacía vivir, eso que le diera sentido. El desayuno está servido, ya bajo. Las escaleras las recorre, como las recorría para encontrarse con esos ojos oscuros, tan indescifrables como agujeros negros. En la mesa un chocolate caliente, un par de huevos fritos y un par de panecillos humeantes, ella se levantó temprano y los calentó mientras escuchaba la radio, él que comía con ganas, todo estaba delicioso, todo lo que cocinaba le quedaba rico, presumía con sus amigos de eso. Hace tanto que no hablaba con ellos, desde el funeral, no quería ver a nadie, no quería hablar con nadie, le hacía falta la persona más importante, ella, a la que le había entregado el corazón y muy pronto le iba a dar la vida.
Salió esa noche con un libro, cosa que acostumbraba hacer todas las noches, aunque nunca se le vio leer una sola página, nadie sabe bien porque, parecería que le causaba dolor el leerlo, y una soga. Se dirigió hacia la banca de siempre, aquella junto al árbol y al poste de luz. Sacó el emparedado que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, mal envuelto en una servilleta, puso el libro a un lado y la soga al otro y empezó a comer ese pedazo de pan con algo de mayonesa y un jamón ya rancio. La luz de aquel farol iluminaba su cara triste y con un tono anaranjado que ocultaba las ojeras que tenia desde hace más o menos tres meses.
El chocolate estaba muy rico, gracias, no fue nada. El día está muy soleado y caliente, quieres ir a dar una vuelta, y ella que claro, pero que después de lavar los trastes, no más bien más tarde los lavas, vamos. Salieron juntos al parque, se sentaron justamente en aquella banca, la suya, la que queda al pie del árbol y del farol, la que habían marcado con sus iniciales. Se sentaron justamente allí, y ella que lo abraza y él, que le gustaba eso, se dejaba abrazar. Los niños juegan, las aves cantan, el día está bien.
Después de comerse el emparedado, toma el libro y abre con cuidado, por primera vez, esas hojas amarillas, tan viejas que pareciera fueran a deshacerse. Su cara reflejaba un dolor profundo, tan profundo como el océano, tenía la barba descuidada, estaba flaco, comía por obligación y cuando estimaba que fuera absolutamente necesario. La luz tenue del farol al pie de la banca le daba vida a esos símbolos, manchones de tinta, que parecían letras, y ciertamente lo eran, y contaban una historia, una vida, como generalmente lo suelen hacer esas extrañas cosas llamadas letras. Leía el libro, o al menos eso parecía, porque pasaba las hojas muy lentamente, como estudiando cada palabra, cada trazo existente en aquellas hojas, pero también viendo en ellas como un retrato de aquello perdido tiempo atrás.
El vendedor de helados se acercó al oír el llamado de él, de cual tiene, de limón y de vainilla, uno de vainilla, a ella le encanta ese sabor. Y él seguía pasando hojas y hojas de aquel libro de páginas amarillentas, paseando sus ojos, forzándolos a escurrir de esos manchones los recuerdos de ella; por aquellas manchas de tinta, ya sin sus lentes, ya casi ilegibles, pero con tanta vida, iba viendo el pasado alegre. Ahí sentados en su banca, la que queda al pie del farol y de aquel viejo árbol, comieron su helado, uno de vainilla y el otro de limón, abrazados, disfrutando el día tan apacible, tan lleno de luz y de pájaros cantantes, de niños jugando desordenadamente con la pelota, de algodones de azúcar y vendedores de dulces y maní.
Después de un rato, cuando terminó de leer o mirar el libro, cogió la soga que había dejado abandonada a un lado de su cuerpo, se acercó lentamente al árbol, a ese árbol donde estaban gravadas secretamente sus iniciales, las de los dos, porque ese era su árbol, el viejo árbol al pie de aquel poste de luz y de la banca donde yacía una servilleta y un pequeño libro de paginas amarillentas. Amarró muy bien la cuerda, haciéndola descender por una de las ramas, calculando la longitud exacta que necesitaba para realizar su cometido, lo que había decidido hacer esa mañana.
La imagen del ataúd lo seguía persiguiendo, ese recuerdo maldito de aquella tarde en la funeraria, donde ella le decía adiós para siempre, metida allí en un cajón de madera pintada, con muchas flores alrededor, aún lo hacía verter algunas lágrimas. Maldito cáncer que se la había llevado, maldito dios que la había dejado morir, maldito el mundo que la había contaminado. Maldito él que no la había cuidado como merecía ella, la luz de su vida. Y los abrazos y el helado y los juegos tontos en el parque, era un día tan soleado, tan bello.
Organizo la soga e hizo un nudo corredizo en uno de los extremos. Ojalá con esto los recuerdos desaparecieran, ojalá se fueran de una vez y para siempre. Ojalá pudiera dormir tranquilo después de que hiciera lo que tenía que hacer. Esperaba por fin descansar de una vez por todas, dejarla enterrada, al fin y al cabo se iban a ver después, no muy lejano futuro, la muerte rondaba con su traje negro y la larga guadaña ya pasaba por la cabeza de aquel hombre. La noche se cerró con un objeto que colgaba de aquel árbol, el viejo árbol con sus iniciales. Lo que no supo nadie, solo él lo sabía y ya no estaba allí, era porque al otro día apareció un pequeño diario de páginas amarillas colgado de ese árbol. |