Después de mucho tiempo, aún no había logrado acomodarse a esta nueva existencia, todo le parecía extraño, tan desconocido, definitivamente era muy diferente a su mundo, el mundo donde él había nacido. Recordaba muy pocas cosas, todo era confuso, primero la explosión, fuego, muertes, huida, persecución.
No existía el color, todo era gris, el olor era nauseabundo, lo que hacía más insoportable la existencia en aquel mundo tan diferente, tan otro. Si tan sólo pudiera deshacerse de ese maldito aire tan asqueroso, que lo hacía toser a cada rato. Los árboles eran de metal, y no producían fruto alguno. Aunque el sol de este mundo brillaba, no era tan claro como lo era el sol de su mundo, y se preguntaba tantas cosas, su familia, su antiguo mundo, que quizás ya estaría destruido por aquellos hombres verdes malvados, sin corazón. Los animales que había dejado, sus maravillosos cultivos, sus flores medicinales; todo lo había perdido, no quedaba nada.
El ambiente de aquel mundo, enrarecido por aquellos animales que vivían rugiendo siempre y botaban humo por el rabo, le hacía no querer levantarse, pero su instinto de supervivencia lo hacía despertar y seguir adelante, explorando el ambiente tan hostil que se le presentaba. Grandes cuevas habitadas por seres con una lengua larga que les cuelga del cuello, tan raros, siempre corriendo, realmente todo era extraño para él.
Pero no podía volver a su mundo, seguramente su casa ya había sido invadida por quién sabe quien y los hombres de verde, de los cuales había huido, estarían esperándolo para matarlo apenas llegara. No sabía muy bien porque lo perseguían, pero lo hacían. Al menos no estaba sólo, había traído lo que le quedaba de familia, una que otra muda de ropa, un perro.
Otra vez ese maldito aroma, y la lluvia para acabar de completar. Esa lluvia que lo corroe todo, que lo daña todo, que le entra en las entrañas y lo enferma, le hace doler por aquí, por allá. Las suplicas a su dios, el dios de su pueblo, de su mundo, el que les daba la comida, el que les daba lo que necesitaban, pero que ahora parecía tan alejado, tan distante, tan apático de lo que les sucediera. No estaba sólo, también estaban con él otros refugiados de aquel mundo verde y lleno de vida y con el cielo azul.
Apenas llegó a este mundo gris y triste, quiso darse a conocer, fue con los representantes de aquel pueblo de hombres con lenguas largas que salían del cuello, pero ellos hablaban un idioma incomprensible, y el sabía que ellos tampoco le entendían. Después de tanto tiempo casi dos lunas, no se había logrado adaptar a ese mundo gris tan incomprensible y sus cajitas con gente encerrada en ella, y esos árboles que cambiaban de color cada dos minutos, no se había logrado adaptar al piso negro.
Muchas veces se había reunido con aquellos que como él habían huido de la muerte y recordaban los días de la juventud, y al recordar se alegraban, se daban animo para continuar en es ambiente. Si sólo el aire no fuera tan espesamente negro, podría ser más fácil, pero no era así. Uno que otro, de los que habían llegado con el ya entendía aquel mundo, pero se había convertido en uno más de esos seres que ni los miraban, la superioridad de las lenguas, decían y se reían entre sí, sabiendo que no los entendían.
Aprovechaba que los lenguas largas, como les decían a los habitantes de aquel mundo, botaban cosas, que tal vez le servirían para hacer de su estadía en este mundo menos penosa, menos trágica. Había logrado hacer un pequeño refugio, en una parte alejada de aquel mundo, que le recordaba su verdadero mundo, pero con tintes grises y nauseabundos, y el espantoso frío que se sentía por las noches, ese mismo frío que le había hecho perder ya un hijo, que murió, sin que los remedios que conocía pudieran hacer algo. No comprendía ni esas enfermedades raras que les habían trasmitido los lenguas largas.
Y así iba viviendo, o sobreviviendo más bien, y oraba al dios de sus padres para que lo sacara de estos apuros que estaba viviendo en esta tierra tan llena de cosas pero vacía y sin sentido. Recordaba el día que llegó, era de noche pero todo estaba iluminado, parecía que los lenguas largas no dormían, y así era en efecto, muchas lucecitas, cosa que él solo había visto en el cielo, brillaban colgadas de inmensos letreros en un idioma que no conocía y que no entendía. Así era todas las noches y el ruido aterrador de esos aparatos que hacían música, una que no era su música, sino una, para él, casi infernal, que no tenía sentido, que era una repetición de golpes, como golpes de batallas, y que le causaba temor.
Habían algunos lenguas largas que no eran como todos, lo ayudaban, se daban cuenta que estaba por ahí y le daban lo que sobraba, y él, pobre ser de otro mundo, recibía agradecido todo esto, aunque sabía que lo hacían para convertirlo a él en uno de ellos, cosa a la que se negaba, no podía olvidar quien era, ni de donde venía, le parecía que si lo hacía se estaría prostituyendo.
Las noches con su esposa y sus hijos, ahí en ese piso frío y que no hacía cosquillas como el de su mundo, lo hacían volver a su mundo, a su infancia, a las aventuras, a su campo, a sus animales, a sus bosques naturales, al cielo azul, al sol brillante de esos días en los que corría con sus hijos y les enseñaba las cosas que deberían saber para cuando él se muriera, cuando el fuera a reunirse con sus antepasados, que estarían orgullosos del trabajo bien hecho. Y recordaba después a los hombres de verde, que supuestamente luchaban por él, como habían hecho explotar la casa, las muertes de sus vecinos, el plazo establecido para su propia muerte, la persecución, la huida, el trasporte, el aterrizaje de noche en ese mundo de los lenguas largas, y pensaba que sus antepasados ya no estarían orgullosos de él, que había abandonado la tierra, su tierra, invadida por seres verdes, que matan y comen del muerto.
Quería irse otra vez, devolverse a su tierra, mirar como estaba su casa, sus animales, pero no podía, el peligro de volver era grande. No, no podía siquiera pensar en ello, tendría que vivir el resto de su vida en ese mundo tan desconocido, tan gris, tan raro.
Lentamente se acerca un lengua larga en uno de sus animales nauseabundos, para cuando el árbol que cambia de color, o lo que ellos llaman semáforo, se pone rojo, que insoportable aroma. Le limpio el vidrio patrón, dice el desplazado, mientras el ejecutivo menea la cabeza negativamente y sube el vidrio de su coche para no untarse con un ser tan raro y desarrapado, tan diferente a él. |