Juan saco de su chaleco el reloj de bolsillo para mirar la hora, y el segundero marcaba el inicio de un nuevo minuto; con este se completarían sesenta de estar ahí esperando, al frente de la puerta de la habitación trescientos nueve de aquel viejo burdel de la esquina.
Eran las nueve de la noche, había consultado su reloj, cuando llegó por primera vez a aquel sitio oscuro y con olor a cigarrillo y alcohol. Quería un momento de placer y ese era el burdel más famoso de toda la calle prohibida. Entró, colgó su gabardina del perchero y sacó uno de sus cigarros americanos, se acerco lentamente a la barra, esa noche le tocaba a Shirley servir los tragos, un vodka grande, preciosa, le dijo. La música sonaba, un viejo tango de Gardel, deprimente, tal vez como esa vida, y en la pista, ella, Geraldine.
Lo había visto entrar vestido muy a la americana, hasta con zapatos de dos colores, mientras ella bailaba con un desconocido aquel viejo tango, y el tipo que la manoseaba y le dejaba caer babas por el escote y le chorreaba los senos, se sentía sucia, inmunda, pero nada podía hacer, era el trabajo, en el cual estaba desde muy pequeña por voluntad de su madre, quien murió de cirrosis de tanto tomar gastándose lo que ella ganaba. Nadie lo sabía, ella me lo contaría después, cuando Juan me la presentó, que ella lloraba por las noches, recordando a Carlos, un verdadero amor, que intentó salvarla de aquel infierno, pero no pudo, y ahora su cuerpo descansaba en paz en un lugar que ni ella conocía.
El tipo borracho dejaba escapar las babas de su boca y estas iban a parar en los senos de Geraldine, pobre muchacha, pensaba Juan, pobre muchacha, ese día sentí ganas de golpear a aquel tipo, me dijo una vez, pero no me atreví. Juan era hijo de una familia acomodada de Buenos Aires y acababa de regresar de Estados Unidos, donde lo habían enviado a estudiar medicina. Hecho un doctor, no podía olvidar la vieja calle prohibida, los amigos, las borracheras, las putas de la calle prohibida, las más señoras de todas las putas.
Esa noche, Geraldine tenía el vestido negro, ese que le queda tan ajustado, como solo a ella, estaba divina. Había visto ese vestido en una vitrina en el centro, lo memorizó, compró la tela y lo hizo, completamente exacto, era igual de buena cosiendo que haciendo el amor; me acuerdo que muchas veces me zurció estas medias. Bailaba lentamente, o eso parecía, un paso aquí, otro acá, vuelta, como si el tiempo se detuviera para verla bailar, tendrías que estar ahí para verlo, era un espectáculo único; todos la veíamos y sentíamos envidia de aquel borracho con quien compartía la pista, pero era ella la que bailaba, el tipo se limitaba simplemente a babearla toda y mancharle el vestido.
Ella cerraba los ojos y pensaba en Carlos, en su Carlitos que nunca iba a volver, y en el extraño que llegó vestido muy a la americana y ahora se estaba tomando un vodka servido por Shirley y fumando un cigarro, muy seguramente americano. Terminó la música y Geraldine se soltó del borracho con cierta excusa y se acercó a la barra donde estábamos nosotros.
Después de charlar un rato, se fueron a la habitación trescientos nueve, y allí se enamoraron, Geraldine no se sentía tan limpia desde Carlos, y Juan nunca había sentido tocar el cielo como aquella noche lo había hecho. Y las visitas Juan se hicieron más y más frecuentes, la esperaba y gastaba lo que ganaba trabajando de día como médico, para poder estar con ella toda la noche y levantarse con ella, y bañarse juntos, e irse a trabajar para poder estar con ella otra vez en la noche. Así todos los días, y se le veía con una sonrisa grandísima a Geraldine, que esperaba su venida mientras bailaba esos viejos tangos. Y siempre llegaba con su gabardina, que colgaba del perchero, y se iba a la barra a tomarse un vodka y fumarse un americano, mientras ella dejaba de bailar con el borracho de turno.
Otro minuto más, ahí en esa habitación, la que habían convertido en su habitación, desde aquel día que él le prometió nunca irse, que dejaría a su esposa y se iría a vivir con ella aunque tuviera que gastar todo su dinero, y le pareció bien, porque no intentaría algo estúpido, como casarse con ella, para que después lo mataran como habían matado a Carlitos. Era simple, y lo simple es lo más bello, eso le había dicho Juan, una relación espontánea, libre, sin heroísmos, simplemente amor, comprado, si, pero que importaba, era amor.
Me lo dijo un lunes a las tres de la tarde, le iba a proponer a Geraldine irse con él, no tener que pagarle más e irse con ella a otro lado, a vivir los dos, a envejecer juntos. Esa misma noche después del sexo, él le dijo lo planeado y a ella no le pareció bien, no era lo que ella buscaba. No quería perderlo como perdió a Carlos, pero nunca se lo dijo, si tan sólo lo hubiera hecho, otra sería la historia, pero no lo hizo, no le explico, simplemente le pidió que no volviera jamás por ahí, por ese burdel, que consiguiera otra puta, que con gusto lo acompañaría hasta el fin del mundo si veía buen dinero.
Todo se derrumbo para Juan, pensaba en ella, en las ilusiones hechas y que jamás se harían realidad. Luego vino lo peor, renunció al trabajo, no tenía a donde ir. Ya no se le veía casi, abandono la calle prohibida por un tiempo y no se volvió a saber de él hasta ese día. Ella lo esperaba, había cambiado de decisión, si quería irse con él, al fin y al cabo lo amaba y que importaba huir el resto de tu vida si tienes lo que amas, aunque no te paguen. Todas las noches esperaba al hombre alto de gabardina y cigarros americanos. No volvió a bailar, no tenía para quien hacerlo. Por un tiempo no se dejó tocar de ninguno, estaba reservada, decía; pero de algo hay que vivir, así que empezó a acostarse con borrachines y a salir con el mejor postor, no importaba, su mente no estaba en su cuerpo, valiosa técnica cuando eres una puta.
Esa noche el llego al burdel más famoso de toda la calle prohibida, no había nadie en la pista, y apenas entró, Shirley me lo mostró con sus ojos, estaba casi irreconocible, no llevaba la gabardina, ni tampoco llevaba ya los zapatos americanos de dos colores que estaban tan de moda en ese tiempo, tenía una barba de varios días, se notaba que había estado bebiendo por ahí, y que había dormido en la calle. Me acerqué, hace rato no te veía, pregunté, él no me dirigió palabra alguna, tenía la mirada perdida. Estaba aún bajo los efectos del alcohol sin duda. ¿Dónde esta Geraldine? No supe que contestarle, ahora baja, está con un cliente, tú sabes. Se volvió como loco, no lo pude detener, la voy a esperar, dijo con la voz de un niño que no resiste la idea de que su padre se ha ido. Lo dejé subir.
Juan sacó el reloj de bolsillo de su chaleco y miró la hora, justo cuando el segundero marcaba el inicio de un nuevo minuto, sesenta y uno de estar esperando, y se oyó el crujir de la puerta. Geraldine, Juan, el arma, el disparo. |