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Inicio / Cuenteros Locales / Sagitadei / Concierto de piano para dos manos

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La sala de conciertos estaba llena, esa noche sería el concierto de piano. Se había levantado temprano, como siempre lo hacía y siguió el estricto ritual de aseo personal, recuerdo de su difunta madre. Todo estaba dispuesto, el piano de cola en la tarima, un vaso de agua cristalina, las partituras, todo estaba en su lugar. Vivía solo en aquel viejo departamento de alquiler, pero muy limpio y organizado, impecable.

Después de afeitarse, untó un poco de colonia en sus manos y las pasó por su cara, sintiendo el ardor del alcohol que hacía contacto con su piel irritada. Esas manos prodigiosas, las que ahora tocaban el piano, eran suaves, sin ninguna mancha o alguna herida, siempre cuidadas con el mayor esmero. Cogió su gabardina, la que tenía en la bolsa de la lavandería para que no se ensuciara, se la colocó, afuera el clima era terrible. El siguiente movimiento lo sabía de memoria, empezaba en un acorde de c disminuido, claro, así era, las notas viajaban por el aire, llegando a los oídos de los asistentes al teatro. Llegó al café del frente, que hacía parte del viejo hotel, colgó su gabardina del perchero junto con su bufanda y su sombrero. Ahora un e bemol, c, a, g, todas las notas que recorrían sus manos, sus dedos encima de aquellas pequeñas teclas de marfil, se dibujaban en su cabeza, no estaba leyendo la partitura, las corcheas y los silencios no concordaban con lo ensayado.

Se sentó en la silla de siempre, la de la ventana hacía la calle, sacó su libreta de periodista viejo, de esos que eran como él, los que habían creado mitos, quien no se acordaba de Jack, o talvez de El Británico rubio. Sus manos buscaron a tientas la pluma en la camisa, aquellas manos pequeñas, blancas, impecables, como si hubiesen pasado por un triple filtro al momento de lavarlas. Sus manos seguían negándose a obedecer, una cosa era lo que estaba en la partitura y otra la que estaba interpretando. Miró hacía la calle, esperando algo, Doris ya traía el café del viejo de barbas blancas. No importaba, no era la primera vez que esto pasaba, y la melodía era hermosísima, dejo que sus manos se fueran deslizando por el teclado de ese piano de cola a su gusto. Gracias, dijo el viejo, recibiendo el café. Todos los asistentes a aquel concierto estaban sorprendidos por escuchar algo que no estaba en el programa, pero que era mucho más hermoso de lo que había en él. Lentamente aparecían letras y letras, salidas de las manos de aquel viejo, cuyo café ya iba por la mitad; y se formaban palabras, después, oraciones.

Cerró los ojos, dejando ir a sus manos por donde quisieran, se desconectó del piano, se desdobló, segura de que sus manos seguirían la melodía que habían empezado. Viajó mucho en su juventud, conocía más de medio mundo, había sido corresponsal de la gran guerra, tal vez por eso ya estaba cansado de tanto caminar. Muchas veces ella se había ido en viajes por el mundo llevando su música, Londres, Paris, Viena, Venecia. Egipto, sí, fue allí donde conoció a la única mujer que cambio su vida, Simone, una linda francesilla, también corresponsal en ese entonces. Pensaba en el lago, en las noches estrelladas, en las corcheas y semifusas que había dibujado años antes en el desierto, cuando su madre la llevó a conocer el lugar donde había conocido a su padre, ahora desaparecido.

Y escribía, esas manos límpidas escribían a toda prisa. La noche en que conoció a Charlie, aquel simpático oficial londinense, de cabello oscuro y bien peinado, a quien dedico aquella melodía, tres meses después cuando él partía para no volver. Y el viejo seguía escribiendo, un terrible espíritu se había apoderado de sus manos, tanto que no le dejaba probar el café que ahora se estaba enfriando; no sabía bien que escribía, pero escribía, y él dejaba a sus manos hacer. No podía ser de otro, había dejado que Charlie la tocara, casi con la misma suavidad con que ella tocaba el piano, y él interpretaba una melodía secreta, tan genial que la hacía volar y soñar cosas inimaginables.

La música seguía inundando la sala de conciertos y el público estaba extasiado. No podía parar, sus manos escribían, una, dos, tres páginas y seguía, aprovechando las hojas que aún le quedaban a la vieja libreta. Sacó un cigarro, lo prendió y vio a Simone, que se acercaba a él en ese café de El Cairo. Escribió el concierto de El Adiós, notas menores, tristeza del alma y Charlie que se había ido y no había vuelto. Simone, esa noche; todo era un solo recuerdo, lo mejor de la guerra fue conocerla a ella, se dijo, mientras llamaba a Doris para pedirle otro café. Y seguía volando, mientras sus manos flotaban sobres las teclas del piano.

Las notas nacían de sus manos, ya había regresado de su viaje mental y sus manos no habían terminado aún de parir esa melodía nueva y hermosa. Miró hacía afuera, en realidad que era un día negro, llovía, no se veía un alma; Doris llegó con el nuevo café y retiró el antiguo pocillo que estaba allí en la mesa. Los asistentes oían, hipnotizados, aquella melodía nueva y hermosa que salía de aquellas manos suaves. Claro, y las putitas que había conocido en Paris, tratando de deshacerse del recuerdo de Simone, de Simone muerta, de Simone viva en la misma cama junto con él. Lili, Penélope, todas ellas, artistas igual que ella, estaban allí, seguro que se estarían preguntando qué diablos interpretaba, pero ni ella misma lo sabía, sólo sus manos.

Jenny, Julieta, y cuantas más pasaron por sus brazos en aquella oscura calle de Londres; nada como el invierno en Londres, desde pequeño le había gustado el frío. Extrañaba el calor del África con sus selvas y las historias de aquel hombre mono, las tribus Masay y todos esos ritos donde pudo ver a Charlie y amarlo una vez más. Sus manos cogieron nuevas fuerzas y escribieron, tocaron, escribieron.

La libreta iba llenándose de esas palabras, de esas frases, de esas historias que nacían de unos recuerdos que sus manos iban haciendo presentes. Dentro del público debería estar André, oyendo entretenido su música, que no era de ella sino del espíritu ese que se metió en sus manos y que ahora parecía nunca detenerse. Dolor, la maldita artritis atacaba de nuevo, pero, que le iba a hacer, las manos seguían ahí, fijadas al papel trazando líneas, círculos, nuevas líneas; trató de sacar otro cigarrillo, pero sus manos no le respondieron, no obedecieron. Si, allí estaba André, lo había visto por un momento y la había visto y noto que algo andaba mal, pero no pudo saber qué, quién iba a saber que sus manos estaban poseídas y no paraban de hacer música, no las podía controlar.

Otro café, le dijo a Doris, sin despegar la vista de la libreta, oyendo lo que sus manos trataban de decirle. Otra nota y otra y otra más, sus manos estaban creando una canción, tal vez un réquiem único, tal vez una sola melodía. Doris trajo el café y se fue a su barra a seguir escuchando esa música nueva que una pianista estaba tocando en el palacio de Bellas Artes y que estaban trasmitiendo por radio; el viejo termino por fin de escribir y sus labios dibujaron una gran sonrisa, era la historia de su vida, no había duda. Sus manos dejaron de tocar, y ella quedó exhausta. Desde el radio de Doris se oyeron los aplausos para la pianista, mientras el viejo había cogido su gabardina y su bufanda, músicos modernos, dijo mientras atravesaba el umbral para enfrentarse con el frío de la calle.

Texto agregado el 07-05-2007, y leído por 266 visitantes. (0 votos)


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