Es de esos días en los que llueve a ratos y después sale el sol, pero nunca convincente, como si la primavera aún no madurara del todo, e introvertida dejara libre las manifestaciones residuales de la estación anterior, la más aciaga. Estoy sentado en la escalinata del Hogar de Ancianas esperando a que llegue Sara para poder entrar, firmar el ingreso y hacer las anotaciones respectivas para la presentación del lunes. Allí, cada dupla deberá exponerle al curso el sitio al que ha sido destinado a realizar la práctica institucional, en una presentación corta y dinámica, que hable de las funciones y beneficios del lugar. Con un lápiz de tinta negro escribo la fecha con dedicación: "jueves 29 de septiembre de 2006" en el encabezado de una hoja en blanco. Con satisfacción miro lo redondeados que me quedaron los ceros y lo perfecto de la cola del seis.
No parecen haber señales de Sara y no tengo plata en el celular como para llamarla, así que me dedico a observar con interés científico la llovizna que pega en la vereda y la tierra, elevando ese olor intenso que es como mohoso; ese olor que tenía Chol-Chol cuando yo era chico, cuando los días se trastornaban debajo de las nubes en unos torbellinos escandalosos, o cuando imaginaba veía zorros en la ladera del río. Espero cuarenta minutos más y decido entrar para no perder la venida. Me propongo tomar notas sobre la infraestructura o quizás preguntarle a alguna dependienta sobre el sostén económico del Hogar.
Adentro me encuentro con mucho movimiento, y según me dice Pilar, el “ama de llaves”, se trata de la preparación del bingo mensual para recaudar fondos, dándome a entender que no es el mejor momento para que yo esté allí. Le digo que no se preocupe, que ya verá que ni molesto: seré un fantasma, relájese. Me sonríe por cortesía y desaparece por un pasillo, mientras yo me voy al hall a sentarme en uno de los sillones que nadie usa. Saco mi libreta e intento anotar, pero desde la sala de la televisión me ve Jesús, y viene a saludarme.
La señora Jesús es una anciana menuda y baja, que camina arrastrando los pies. Llegó al asilo hace aproximadamente un mes; casi en el mismo tiempo que nosotros comenzamos a venir, y a pesar de estar entre las ancianas más jóvenes, bordeando los sesenta, es de las más deterioradas. Tiene problemas de memoria y ansiedad, y todavía no se acostumbra al sitio. Siempre olvida mi nombre, pero por alguna razón se me acerca y me conversa, todas las veces sobre su hijo y lo mucho que le caería bien. Hoy está peor que en otras ocasiones, quizás empeora gradualmente estando aquí, o quizás es un proceso natural e inevitable. Se mueve mucho y sonríe nerviosamente, mirando hacia atrás y tomándome del brazo. Me dice que las otras ancianas la retan diciéndole que es una inútil, además de echarla de todos lados. Cuando veo que pasa eso trato de mantenerme al margen, salvar la distancia, mantener la situación de forma impersonal, porque no quiero culpar a las otras mujeres ya que no soy yo el que tiene que soportar vivir aquí. Quizás reaccionaría igual o peor si estuviera expuesto a esto todo el tiempo, sin siquiera la esperanza de algún día dejarlo atrás (de no ser por morir). No soy yo el que está condenado a dormitar en un sillón con olor a muerte y remedios, o a fugarme mentalmente mirando fotos viejas escondidas debajo de las almohadas. Pero no por eso dejo de sentir una pequeña punzada por Jesús mientras le digo que no se preocupe, que es natural porque es nueva. Mientras articulo una sonrisa no puedo evitar pensar que para ella debe ser más duro que para otras. Ella en especial, que está tan loca. ¿Qué puede ser más trágico que ser rechazada en un asilo?
Jesús me sonríe de vuelta, con su característica sonrisa nerviosa, que es casi como un llanto camuflado, y me cuenta, como si fuera la primera vez que lo hace, que pronto vendrá Juan a buscarla. Todas las veces me habla del hijo Juan, que eventualmente trabaja en minas o de contador en Pucón. Me dice que pronto llegará y que si yo quiero, puedo salir también con ellos. Le sonrío otra vez, porque no sé qué decir, y la acompaño de vuelta a la sala de televisión. “Descanse un rato, señora Jesús” invento como excusa para volver a mi sillón y hacer mis anotaciones irrelevantes, mientras ella, con una voz dulce, replica que por supuesto, que al ratito nos vemos.
“Desde el sillón del hall se puede ver dos salas, el comedor, y la sala de descanso, aparte de la oficina de la secretaria”, escribo diligentemente. Sigo con: “el centro tiene escaleras en caracol sin escalones, para facilitar el acceso de silla de ruedas”, y luego con, “también posee una capilla donde se realizan misas tres veces a la semana”. Las frases, acumuladas unas tras otras, me hacen sentir insignificante, un espía sentado en el sillón de la recepción, un ente ajeno e intrascendente, hasta un vampiro, que viene a chupar experiencia interpersonal sin dejar nada a cambio. Nada más que maquetas invisibles, sonrisas precocidas que evitan lo que salta a la vista pero aún así no veo.
Escribo sobre el comedor, pero no sobre la mujer llorando en el comedor. Ella tiene puesto sobre los hombros su típico chal celeste. Siempre la he visto llorando, algunas veces más intenso, otras veces más suave. Cuando toma once lo hace gimoteando, cuando se cansa, llora callada, suavemente, como niña. Al principio me llamó la atención, y más todavía, que todos la ignoraran. “Esa es la que llora", la definió otra anciana tiempo atrás. "Se llama Clodomira, no la tome en cuenta, sola se cansa". Así que eso hago. Cuando llora omito la situación y me voy a cualquier otra sala, donde sea que no se escuche el llanto para poder sonreír, ser simpático y entusiasta preguntarle a cualquier anciana si es que ha tenido una buena vida, evitando groseramente lo que este lugar es; intentando minimizarlo todo mientras trato de averiguar si sus recuerdos son lo suficientemente sólidos como para ensoñar y evadir. Para soportar vivir de las sobras del tiempo de los otros, de las sobras de su dinero donado, del paquete de arroz aislado, del pan con manjar y leche tibia en la once, quizás dos, quizás dos tazas, quizás algo de mate hoy, si es que tienes suerte y te queda dinero de la jubilación o tienes algún amigo joven todavía con fuerzas de venir acá y que te regale cosas; cosas que te sirvan; o que te hagan sentir perteneciente a la especie todavía, y no solamente un punto suspensivo mal colocado, el prólogo de la vida de tus nietos.
Quizás debería ir alguien a tranquilizar a la señora, alguna de las paramédicos practicantes. O quizás yo y decirle lo que pienso, que nada en su vida va a cambiar; que sus padres están muertos, y sus hermanos también, que así es la evolución, lo dijo Darwin hace mucho tiempo. No intentar pasar por falso compasivo. No ignorar que probablemente esa mujer está con miedo mirando el borde de un precipicio, sintiendo pánico por lo que ve, resbalándose inevitablemente al abismo oscuro que la aprieta desde la nuca porque no encuentra respuestas, no cabe en su cabeza por qué después todo terminó aquí, o terminó así; o que nada de eso parezca tener alguna explicación aceptable, como que se haya equivocado demasiado, que haya sido mala persona; no, no tiene nada que ver con eso; de hecho es tan inentendible, tan animal y coherente con la ley de la selva, y aún así tan cruel. Tan natural como morirse sin saber nada y formar parte de la cadena, pero no por eso fácil de vivir o del todo comprensible. ¿Qué puede decirle otra persona? ¿Que puede volver atrás, rebobinar como si nada? Porque eso es lo que quiere. Ella desea resucitar el pasado, porque allí todo es tan hermoso y vano, tan ligero, teñido de un suave tela blanca; hermoso, aunque haya pasado tan rápido. ¿Dónde está su hermana ahora? Jugaba con ella en el columpio; jugaban con tarros; no, esa es la historia de otra mujer, una que se ponía a tararear canciones ensimismada, con los ojos vidriosos y una mueca que se suponía era una sonrisa.
Dejo de escribir. No puedo seguir. Miro hacia la otra sala y veo a Jesús a lo lejos. Se mueve inquieta de un lado a otro y las otras mujeres le gritan para que no tape la televisión (aunque no creo que la estén viendo). Miro el reloj, son las seis. Es hora de que me vaya, cumplí con las dos horas, sentado cómodamente en un sillón. Como no vino Sara no importa que haya hecho tan poco, la profesora entenderá. Me acerco a Jesús y le digo que ya me voy, que nos veremos la semana que viene, que luego me cuenta cómo le fue en estos días, que no se preocupe tanto. Ella me responde algo que no entiendo, algún desvarío incoherente típico. Me despido de Jesús y le digo que volveré; lo digo con cierto énfasis, como explicando que el “volveré” significa: “no sé qué hacer, pero voy a venir de nuevo, quizás cuando venga de nuevo pueda decir algo, hacer algo, y no sólo ser un espectador pasivo de tus miserias, uno más en la galería del circo, sentado en palco, en el sillón que mira todas las salas desde la primera fila, a salvo, describiendo con lujo de detalles que el comedor tiene diez mesas, que el bingo mensual da dinero para la manutención de la treintena de ustedes, que la enfermería, pese a ser pequeña, está bien equipada”.
Aparece Pilar desde la escalera, y aprovecho de decirle que me voy. Ella me abre la puerta pero antes de poder cruzarla siento que alguien me toma del brazo. Es Jesús. “Lléveme”, me dice.
Mierda. ¿Qué te puedo decir? No, lo siento, hasta aquí no más llega la práctica, es “puertas afuera”. Adentro seremos felices y vamos a hablar de tus recuerdos y lo que te haga sentir bien. Del umbral hacia afuera yo soy otro, sabes, yo no estoy a punto de morirme, por eso no te puedo llevar, porque tengo que disfrutar todavía; necesito pegarme la vuelta larga para llegar al mismo punto donde estás tú, y cuando llegue querré que otro me saque pero eso no será posible, tú sabes Jesús, Darwin, el principio de selección natural. Nosotros no somos más que antorchas encargadas de repartir espermios para que la vida continúe, no te preocupes, no tenemos culpa de nada.
“Éntrese señora Jesús” le dice Pilar, tomándola suavemente del hombro. “Vamos a tomar once”. Pero Jesús no se mueve. La puerta está abierta, sería cosa de que lograra desligarse de Pilar y moverse rápido, esquivarnos para llegar a la esquina, y antes de que llamen al júnior del asilo, tomar una micro -la uno troncal pasa por la esquina, creo que también la seis- para arrancar hasta el centro. Allí bajarse y camuflarse entre la gente, meterse a una zapatería, pedirle al encargado de la caja que le dé cien pesos –quien le negaría cien pesos-, y luego llamar por teléfono. Pero, ¿a quien? Jesús intentaría llamar a Juan. ¿Pero existe el tal Juan? No, no te serviría de nada. En caso de que Juan esté vivo es probable que él mismo te haya traído aquí, así que no tiene sentido, te van a traer de vuelta porque va a llegar la noche y te va a dar mucho frío. Te va a dar tanto frío que la gente se va a dar cuenta y te preguntarán de donde eres. Quizás hasta llamen a los carabineros quienes te pondrán cariñosamente una manta sobre los hombros, y te traigan sin costo alguno de vuelta al lugar donde estás ahora; porque es el lugar al que perteneces y de aquí no vas a poder salir. No tienes donde ir, con quien ir; estás relegada Jesús, tú fuiste madre y esposa o lo que sea, pero ahora eres una anciana esquizofrénica que ha perdido la memoria; debes acostumbrarte a eso por tu bien.
Porque yo no voy a hacer nada al respecto, se lo prometí a Pilar cuando entré. “Seré un fantasma, mi presencia apenas se notará”, y siempre cumplo mi palabra. No cambiaré nada, mi paso por este lugar será fútil, invisible, vacuo. Pero no tengo que sentirme mal. Tengo que olvidarme no más. Soy joven y vigoroso, he de llegar a mi casa y sacudirme todo lo deprimente que me pegas cuando te veo, cuando te tomo de la mano y me dices que soy un caballero. No tengo que pensar en el olor que tiene el pasillo que da a la enfermería, en los andadores o en la tele prendida para hacer compañía.
Nadie sabe qué hacer al respecto vieja Jesús, y a nadie le interesa averiguarlo. Quizás Pilar te ayude algunas veces, o las señoras de la cocina que les preparan la once, o las paramédicos jóvenes, las de la sonrisa patentada; de hecho, ellas se encargarán de lo básico, de todo lo que no te llena el corazón; ellas te cuidarán en lo que se puede, pero lo que te desvela va a ser sólo tuyo, tuyo no más. Tuyo va ser el último momento, o los últimos momentos, las imágenes que se crucen en tu cabeza loca. Todo lo que te angustia es sólo tuyo y en eso nadie va a estar contigo. Nadie vivo, al menos. Nadie en su sano juicio, con una vida normal. Una vida grandiosa, espectacular, comparada con la tuya. Nadie va a venir a rescatarte para llevarte donde Juan, tu hijo, ni te va a dejar en una cocina caliente en donde hacerle un guiso de verduras con sopaipillas calientes. Yo sí saldré, lo haré para camuflarme entre la masa y ver si allí puedo dejar de pensar en la injusticia o la frialdad, o en mi propio egoísmo que me aterra. Voy a salir y a disertar sobre ti y todas las demás ante un grupo de estudiantes de psicología que dirán que nuestro trabajo es impecable, que la forma de abordar la llegada con las ancianas ha sido eficiente y realista, comprometida. Voy a irme y todo esto se va a desvanecer, se tiene que desvanecer, tu imagen a medio salir, devorando el paisaje, buscando con frenetismo a tu hijo perdido, todo eso debe borrarse de mi memoria para poder estar tranquilo y disfrutar de mi propia suerte, para gozar feliz de los recuerdos que todavía junto y la vida que tengo toda por delante, prometedora, llena de sueños y proyectos, llena de otras imágenes, carentes de muerte y desvaríos y agujeros oscuros.
Porque para estar donde estás tú falta demasiado, y ya tendré tiempo allí para sentir remordimientos o nada, para intentar buscarle sentido a mi pasado, para desear retroceder y no poder, intentar escapar o aferrarme a cualquier cosa. Ahora me conformo con zafarme de tu mano, con toda la amabilidad que mi indiferencia permite, para salir caminando por una calle llena de sol ambivalente, de esos que hay cuando la primavera se subyuga aún al invierno; un sol que calienta poco y se refleja con introvertida claridad en las aisladas pozas de agua que deja la llovizna. |