Hacía largas caminatas con el propósito de cazar imágenes y tomarlas como píldoras para deteriorar el aburrimiento. Pasaba por los almacenes y los aparadores lucían maniquíes vestidos lujosamente en actitud exclamativa. Caminaba a medio sol, a veces por el impulso de caminar; son momentos en que no platicas contigo, ni observo la realidad; es como ir en una línea imaginaria y zigzagueante, capoteando a los carros por instinto. Ese estado de conciencia en que los objetos no tienen límites ni colores definidos. Miraba, sin mirar y en mi interior vislumbraba un circo de varias donde en cada una de ellas corría parte de una vivencia o de un sueño. Todos lo actos se ejecutaban al unísono, con flashes y focos intermitentes y un sol artificial; qué absurdo era caminar a la deriva sin ser, ni tampoco ser de los demás.
El departamento donde vivía era lo más cercano a un hospital, o peor a un quirófano, todas los muebles y adornos estaban donde deberían de estar. Dos veces al día llegaba una franela impecable a quitarles el polvo acumulado y a dejarlos en la misma posición. Tallar, tallar, hasta que el brillo le musitaba a la señora “hasta aquí”.
Me sentaba con miedo, rogando a Dios no manchar o arrugar el mueble o la sábana que pudiese despertar el enfado de quien limpia. Había una atmósfera de orden que te apretaba de los hombros hasta tocarte cuello. Me sentía confundido y asfixiado: el reloj que parecía soldado, que en vez de campanadas tocaba una marcha militar, el espejo al centro que simulaba un tercer ojo, las lámparas en las esquinas que figuraban torres. En la noche, para ir a mear, tenía que hacer un rito. En el silencio me levantaba en dos tiempos, y antes de salir de mi cuarto revisaba uno a uno todos los botones de la pijama. Caminaba con tiento y cerraba la puerta del baño con seguro. Cuando el chorro grueso y enérgico caía en el agua de la taza haciendo un ruido mayúsculo, entonces decía “Me vale madre”. Pero disfrutaba más al presionar la palanca del retrete; era entonces cuando la tasa se tragaba toda el agua con remolinos ruidosos y concluía con hipos violentos.
Para estudiar me iba al parque, a la biblioteca, o bien al café. Ir a la calle era otra sensación, buscaba sitios transitados y me perdía en el gentío identificando a las mujeres que prodigasen sensualidad, las veía con emoción; que regodeo hacían mis ojos cuando parecían escuchar ese tam-tam que hacen dos glúteos al caminar.
Una noche me encontraba en una glorieta. En ese semicírculo la vi. Me adelanté para mirar de reojo la cara. Su cuerpo me había dejado con un suspiro entrecortado. Tenía ojos pícaros que parecían invitarme. Ese instante en el que deseas abordar a una mujer es terrible y prefieres el silencio a un desprecio, sin embargo te cuestionas y después justificas:
-¿Le digo un piropo? ,¿ La saludo?, ¡Qué hago!, qué hago. Sí le hago plática y me contesta, sí deja que la acompañe y con suerte acepta un ligue, después con qué dinero podría invitarle unos tacos, un café. Y sí " mi chicle pegaba" de dónde sacaría para el hotel. Pero eso sería tener buena suerte; o bien te manda a la chingada, o sale con que le has caído bien y te va a cobrar barato.
Harto de calle, llegaba al departamento y metía la llave con delicadeza, como si fuera a desvirgar una prostituta. Para no despertar a la familia entraba a oscuras y rogando no tropezarme.
Ya en la recámaral me quitaba las ropas, y me enfundaba la pijama. Prenda que odio, pero que hay que utilizarla, para no contradecir la decencia. Me acostaba en línea recta, para no arrugar las sábanas y en el silencio total, me sucedía una inesperada erección a la cual tenía que cumplir, eso sí de manera ordenada y metódica, con suspiros profundos, casi espirituales. Esa satisfacción era como un padre nuestro que me limpiaba de las porquerías acumuladas durante el día y me daba fuerzas para sostenrme en los días por venir.
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