Aunque no dejaba de clavarme los ojos en algún punto de mi cara entre los ojos y la barbilla tuve lo que diez segundos más tarde consideré el valor suficiente para abrazar el gatillo de la escopeta con mi dedo con la misma sequedad con que un verdugo pudiera haber liberado el anclae de su guillotina. A fin de cuentas, es lo que esperaban que hiciera. Se fue sin dejar ninguna mirada suplicante de compasión y sin embargo ése fue el único rostro que alcanzo a recordar ahora.

Durante el paso de los años en los que me fui arrastrando hasta esta silla y esta esponja
las pastillas consiguieron borrar el olor del resto de imágenes que noche tras noche me atormentaban sin más compasión que el arrepentimiento.

En el último instante me daré cuenta, demasiado tarde, de que mi misión no era hacer lo que he hecho. Aunque apuñale una y mil veces a los asistentes a mi despedida, como tantas veces lo habían hecho antes conmigo, no me queda más remedio que decirme:
“Hasta aquí hemos llegado”.

Y al fin sé que la fuerza que me empujó a abrazar el gatillo no era valor, era ira. Ira que pasó a cobrar su cuenta al final del juego.