LA BALSA.
Ahora estaba en medio del mar. Había partido cinco días atrás, horas antes del amanecer, impulsándose sin descanso con un remo que él mismo hizo de una tabla. Cuando partió llevaba dos cantimploras repletas de agua y algo de comida. Sabía que el viaje no era largo, se lo habían dicho, muy cerca estaban las Bahamas. Era su tercer intento. Atrás dejaba a su mujer y a su hija de nueve años que nunca estuvieron ciertas acerca de sus planes. Pensaba que cuando llegara a tierra firme lo primero que haría sería conseguir algo de dinero para contarles todo por teléfono. Tan sólo la esperanza de reclamarlos en un futuro y el temor de que los despreciables se enteraran eran su sostén en aquel silencio de no haberles referido nada de sus propósitos. Siempre pensó que también lo lograría, como tantos otros, a pesar de estar en aquel horrible mes de agosto en que aumentaban las posibilidades de mal tiempo en el Caribe. Pero también pensó que un temporal no sería peor que un guardacostas del Gobierno. Ocultamente construyó la balsa entre los manglares de la ciénaga más próxima a su pueblo y casi dos meses tardó en terminarla. Los veinte troncos de bambú los había llevado hasta allí, uno por cada día que pudiese hacerlo, ya cortados en trozos de tres metros. Los transportó en el camión que conducía un amigo, otro que lo intentaría más adelante, que lo dejaba a media hora de camino de la orilla del mar. Salían del pueblo y él se bajaba con su tronco en aquella maltratada carretera donde casi nunca había ni un alma. Ese momento solitario de detenerse en plena vía para penetrar en la vegetación con su bambú, era quizás lo más arriesgado del intento. No tendrían cómo justificar lo que hacían en aquel lugar tan desolado si acaso una patrulla del Ejército o de la Seguridad de Estado los encontraba. Desde allí, él se encaminaba hasta su escondite, acribillado por miles y miles de mosquitos, sudando, tropezando, cayéndose, con su tronco al hombro, empujado por el sueño de echarse al mar. Los fue amarrando con cuerdas y ariques que entretejía a todo lo ancho y largo de la futura balsa. Hacía el trabajo con el agua hasta las rodillas y los pies hundidos en el fango, sosteniendo los bambúes en las ramas de los mangles. Para lograrla más firme aún los entretejió en ambos sentidos. Al final utilizó un trío de tablas livianas, adosadas como base, para que al flotar se mantuviese lo más plana posible. Hasta que la terminó. Cuando caía la tarde del día final, regresó al pueblo en el mismo camión, a la hora convenida, para despedirse de los suyos en el silencio de la máxima seguridad. Tan sólo este amigo sabía de su escapada. Pasó las últimas horas en la casa, esperando la medianoche, preocupado por el viaje y por las terribles consecuencias que enfrentaría si volvía a fallar. Llegada la hora besó a su hija y a su mujer para después salir del pueblo y emprender su otro adiós por la carretera. Caminando en la oscuridad, escondiéndose cuando se acercaba algún vehículo, volvió hasta el escondite de la balsa. Tardó más de tres horas en cubrir la distancia. Bajo la luz de la Luna pálida abrió una trocha para llevar la balsa hasta la orilla del agua. Y se embarcó. Sólo se escuchaba el ritmo suave de las olas sobre la playa fangosa. Pero en ese momento que recordaba sus esfuerzos, en medio del mar, todo parecía distante. Se encontraba en lo inmenso de la mayor soledad imaginable, débil y cansado, sin poder remar y sintiéndose extremadamente adolorido. En los cinco días de lento derivar pudo ver infinidad de tiburones desplazándose a su alrededor y en una ocasión vio dos cadáveres mordiscados flotando al ritmo de las olas. A ambos deshechos les faltaban las piernas. Nunca imaginó que las noches en el mar pudiesen ser tan totales y tenebrosas. Era como no estar en parte alguna. Pero ya desde el atardecer del tercer día no tuvo agua ni comida. Y no pudo ver en ese tiempo ni siquiera un cayo donde refugiarse para alimentarse con algunos cocos y así esperar por auxilio. Soñaba con los cocales y el agua dulce. Y le habían dicho que después del primer día era seguro que se encontraría con algún islote. Pero no fue así. Nunca imaginó que el viaje tardaría tanto. Ya estaba convencido de que una corriente lo había desviado hacia el interior del Golfo de México. Y los tan nombrados guardacostas y avionetas de rescate no aparecían por ningún lado. Pero no tenía miedo, creía que aún le restaban fuerzas para luchar y que debía descansar por períodos más largos para seguir remando hacia la ilusión del Norte. Desde el amanecer del cuarto día de no dormir por temor a caer de la balsa, la resequedad de la boca y la garganta se le hicieron insoportables. Aquel Sol de verano, a pleno fuego, materialmente lo aplastaba. Podía sentir la quemazón hasta debajo de la camisa que mantenía mojada sumergiéndola en el mar. Pero la sal también le irritaba la piel y le producía un desesperante escozor. Al anochecer de ese quinto día ya estaba exhausto. Los labios se le partían y la sed lo desesperaba. No le quedó otro remedio que beber agua salada por quinta o sexta vez. Ya perdía la cuenta de todo. Los días en el mar se le borraban. Durante el transcurso de la tarde se dio cuenta que el cielo se había tornado gris. Acostado boca arriba sobre las cuerdas y los nudos que tanto le molestaban, observó con dificultad las nubes oscurecidas que lograban sofocar la luz y avanzaban en carrera desde el horizonte hacia él. Y supo que el viento, cada vez más caliente, arreciaba con locura. Podía escucharlo silbando poderoso sobre el mar. Y ya con poca conciencia notó, por los ascensos y caídas rápidas de la balsa, que las aguas se encabritaban al mismo ritmo que traía el vendaval. Olas que no había visto antes se presentaban como paredes crecientes y densas, convulsionadas, chocando unas con otras. Eran mayores que las que en otras noches, casi cegado por la oscuridad, veía como si fuesen fantasmas de inmenso volumen que lo estuviesen asediando. En la noche profunda, divagando, imaginó que tenía salvación porque se agarraba cada vez más fuerte de las cuerdas y seguramente aguantaría. Pero no era así, casi no podía sostenerse asido a ellas. Tenía las manos destrozadas. Entonces, deambulando en casi un desvarío, alcanzó a pensar que estaba a punto de caer. Por primera vez sentía miedo. Pero estaba tan débil que era un miedo leve, como si no fuese real, como si fuese ajeno. El mundo era un vacío. Hasta que, lejano, muy lejano, agotado hasta el extremo, ya casi alucinado, llegó a vislumbrar que la desesperación y el deseo de luchar habían desaparecido. Estaba consumido, nada le importaba, nada le dolía, se abandonaba. Se le cerraron los ojos y la cabeza le giró hacia un lado. Respirando y tosiendo con dificultad, se desmadejó ya medio muerto. Sin enterarse, sin la menor noción, quedó suelto definitivamente de la sujeción de las cuerdas. Lo último que hizo antes de perder la conciencia fue recordar el manglar y los cientos de tiburones que había visto. Balbuceando algunas palabras, como si hablara con su hija y su mujer en la habitación de la casa, con todas las cuerdas y los bambúes sueltos, fue ascendido hasta la cresta de una ola que terminó por arrojarlo como un pelele hacia el vacío y el agua oscura enloquecida. Lentamente, muy lentamente, se fue hundiendo hacia la muerte profunda. En Cuba, al Sur de su muerte, más cercana de lo que jamás imaginó al creerse lejos de la costa, la Isla seguía acumulando en miles de cabezas los sueños de libertad con los que fabricaban otras balsas. Los tiburones esperaban.
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