Sin explicación
Imaginó Descartes que un genio maligno era el encargado de perturbar su percepción de la realidad, y fue entonces cuando dedujo que si había alguien que trataba de engañarlo, entonces era una res cogitans. Esta arbitrariedad a la hora de concluir su teoría filosófica fue la que hizo que Voltaire opinara que El discurso del método era una entretenida novela filosófica.
Por capricho de Kafka, el joven Gregor amaneció un día, sin motivo aparente, convertido en un horripilante insecto gigante. Y está bien que así haya sido ya que la idea central del autor no era la de explicar la transmutación de hombre a insecto, sino la inmunda discriminación por parte de los suyos. La idea de Kafka era provocar lágrimas en los lectores cuando a Gregor le incrustan una fruta en su caparazón. Una situación que vislumbro similar escribió Alejandro Dolina. En dicho caso, a un joven escritor se le presenta, así como así, una aparición, un fantasma que le exige ciertos favores a cambio de un premio. Pero no es tal el hecho que llama la atención, lo que sí sorprende es que el joven escritor advierte cierta prisa y necesidad en el espectro, y, en un gesto por demás considerado, se pone a su entera disposición.
Herman Melville decidió alguna vez que el señor Bartleby debía ser callado y ocioso sin más explicaciones. No hizo un tedioso análisis psicológico acerca de su infancia, ni se molestó en que el mismo Bartleby ahondara en el porqué de su proceder. Melville ubicó al escribiente en el despacho del letrado…siempre quedo, inmutable e imponente. Así nada más. Siempre asegurando que: “Preferiría no hacerlo”.
Por qué, sin ir más lejos, el engendro que imaginó Andahazi –ese mismo que se alimentaba de esperma–, según le cuenta al doctor Polidori, tras leer la página de un libro, la devoraba íntegra, resulta un más que interesante misterio.
En el Bestiario de Julio Cortázar cunden los episodios de esta índole, pero uno en particular llama la atención: el personaje de uno de los cuentos (Carta a una señorita en París) vomita –vaya a saber uno la razón– conejitos, lo hace aproximadamente todos los meses.
Kenshiro escribió una novela –acaso la única de su vida– en la que ocurre algo curioso. La novela no es extensa, así como tampoco de buena calidad. Es un relato, a simple vista, insoportablemente realista. Una casa en las colinas de no recuerdo qué país es el escenario de la trama. Allí viven unas personas, hay un triángulo amoroso, dos adolescentes enamorados, un extraño que aparece sólo para revelar que un muchachito acaba de heredar una gran fortuna, una señora regordeta y moralista, etcétera, etcétera. El libro –ni recuerdo el nombre– que yo tuve en mi poder era una edición más bien de bolsillo, tendría unas ciento ochenta páginas, y es en la página ciento cuarenta y siete donde se da el suceso extraño. Antes nada pasaba, es la verdad. En fin, en dicha página, casi a la mitad, se da la siguiente escena: dos de los que conforman el triángulo amoroso (la mujer con uno de los dos hombres) se encuentran a escondidas detrás de la casa para perpetrar el hecho infiel y de pronto se oye un ruido en los arbustos. La mujer pregunta qué fue eso y él le dice que debe ser una de esas malditas cosas otra vez, y acto seguido busca una escopeta y se adentran ambos entre los arboles. No tardan en encontrar a un muerto andante, a un zombi. El hombre le da un tiro en la frente haciéndole reventar la cabeza. Ella, hace un comentario acerca de que cuándo van a terminar de aparecer esos horripilantes seres por allí. Después de este hecho, Kenshiro no vuelve a mencionar, bajo ninguna circunstancia, otra cosa parecida. Raro, ¿no?
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